1. Medalla conmemorativa de la toma de Neuhausel por parte de los miembros de la Liga Santa en 1685.
Carlos II, pese a que no intervino directamente en la
Guerra de Hungría, estaba interesado en que la alianza siguiera unida y
adelante, por lo que desplegó la capacidad de patronazgo que tenía a su alcance
para que los príncipes implicados continuaran colaborando en los fines de la
Casa de Austria. Tanto el Rey de Polonia como el Duque de Lorena se
beneficiaron de sendas pensiones eclesiásticas de 10.000 escudos de Sicilia
para uno de sus hijos. Además, se mandó a Varsovia al Príncipe de Montecuccoli
al mando de una embajada extraordinaria para felicitar a la Reina de Polonia
por las victorias.
La diplomacia pontificia se aplicó asimismo para forjar una
alianza bajo su patronazgo. Inocencio XI ofreció al Emperador socorros
directos, y al Rey de Polonia las décimas eclesiásticas de Italia. Pero la
principal clave del éxito de esta Liga Santa fue que, por primera vez, se
consiguió articular simultáneamente una ofensiva anfibia. Venecia, vencidas sus
iniciales reticencias y las del Papado, se sumó también a la alianza con la
vista puesta en recuperar Creta, que los turcos le habían arrebatado en
1669. Las condiciones de entrada fueron generosas, pues incluían que la
Serenísima República retendría las conquistas que pudiese hacer en Bosnia, pese
a que formaba parte del Reino de Hungría y era teórica posesión del Emperador.
El acuerdo se firmó en Linz el 5 de marzo de 1684.
La alianza formada por Polonia, el Emperador y Venecia se
veía como una propuesta muy solvente, por lo que a lo largo de 1684 se estuvo
valorando seriamente en Madrid entrar también en la Liga. El objetivo del
Consejo de Estado madrileño era conseguir la ayuda de los coaligados en caso de
un ataque francés o su apoyo para hacer un ataque en el n orte de África, donde
las plazas españolas estaban sometidas a una seria amenaza por la naciente
dinastía alauí. En 1681 se había perdido la plaza de La Marmora frente a las
tropas de Mulay Ismael; el mismo 1684 los ingleses fueron desalojados de Tánger
y la pérdida de Larache en 1689 sancionó el fin de la presencia española en el
Atlántico magrebí.
En julio de 1684 Leopoldo I presentó sus condiciones para
la entrada en la Liga de su sobrino Carlos II, que eran muy sencillas: la unión
era sólo para hacer la Guerra al Turco; los diezmos eclesiásticos recaudados en
Nápoles y Sicilia se destinarían en exclusiva a Polonia; el acuerdo estaba
abierto a todos los príncipes cristianos, previa aceptación de los coaligados;
no se haría paz ni tregua sin consenso de los miembros y las conquistas
realizadas se las quedaría su autor. Aunque las condiciones fueron aceptadas,
la negociación se fue dilatando hasta disolverse, en lo que pesaron causas
variadas. En primer lugar, aunque Venecia estaba muy interesada en la entrada
española, Polonia no parecía muy dispuesta a aceptarla, no tanto por la mala
voluntad del rey Juan Sobieski, sino por la resistencia de la Dieta nobiliaria
del Reino. Aunque esto se solventase, el principal escollo seguía siendo la
amenaza francesa, que la Tregua de Ratisbona no había eliminado totalmente.
Entretanto, la campaña de 1684 se volcó hacia el ambicioso
objetivo de reconquistar Buda, la vieja capital del Reino de Hungría. Los
avances de la Liga se siguieron en Madrid con tremendo interés, pero el sitio
fracasó estrepitosamente y la campaña se cerró con notable debilidad y el temor
a un contraataque otomano. Ante esta deriva, el Consejo de Estado estimaba que
desde España no se podía contribuir mucho más y que era preferible firmar una
tregua con el Turco antes que arriesgarse a perder lo obtenido.
La firma de la Tregua de Ratisbona y los apuros del frente
húngaro motivaron que a partir de 1684 se produjera un lento trasvase de
militares desde Flandes hacia Oriente. Era una tendencia constatada en
anteriores guerras contra el Imperio Otomano, en la que se ofrecían capitanes y
expertos provenientes del teatro de los Países Bajos para seguir su carrera
militar y hacer méritos ante el Emperador. Así, se pueden encontrar casos como
los del Marqués de Laverne, sargento mayor de batalla, el general Tanot o
Lorigny, con los que además se pretendían resolver los problemas en la cadena
de mando y las disensiones entre las dos principales cabezas de las fuerzas de
Hungría: el Duque de Lorena y el Elector de Baviera. Carlos II dio facilidades
a estos militares como prueba de su compromiso con su tío Leopoldo I.
Tras el dispendio de 1683 con el subsidio extraordinario,
las posteriores ayudas españolas se centraron únicamente en las contribuciones
eclesiásticas, que no significaban un menoscabo para la Hacienda regia. Esa
cuestión no estaba exenta de puntos delicados, porque era necesario tanto el
acuerdo real como el del Papa, y las relaciones de Carlos II con la curia de
Inocencio XI no pasaban por su mejor momento.
A comienzos de 1685 se concretó el paquete de socorros
eclesiásticos que se pretendía recaudar: la enajenación de la plata superflua
de las iglesias; la secularización de algunas abadías de Italia; la venta de
rentas o encomiendas de las órdenes militares y de Malta de España; la renovación
del donativo que se pidió al clero el año anterior y no tuvo efecto y la
imposición de un diezmo sobre el clero de España, Cerdeña, Mallorca y Menorca.
Sin embargo, la operatividad real de este tipo de ayuda era muy limitada, como
se aprestaron a demostrar los consejeros menos apasionados en la causa
imperial. Las donaciones de eclesiásticos de Castilla, por ejemplo, ascendieron
a finales de 1685 a apenas 78.000 reales, mientras que a los de Aragón ni
siquiera se les había llegado a notificar petición. El nuncio incluso sugirió
que se desviaran para el Emperador las limosnas que se habían mando a América
para los Santos Lugares, mantenidos por franciscanos españoles, lo cual fue
también rechazado. La Monarquía Hispana mantuvo siempre con firmeza su regio
patronato sobre las Indias y no permitió ninguna interferencia papal para pedir
limosnas o ayudas.
La campaña de 1685, al menos, se cerró con un triunfo
reseñable, la conquista de Neuhausel, la principal plaza para controlar la Alta
Hungría. Esta victoria se celebró en Madrid y en todos los reinos peninsulares
con grandes demostraciones de alborozo. Además, de cara a la nueva campaña de
1686, permitía hacer un cálculo optimista en el Consejo de Estado y cambiar la
consigna habitual. Esta consistía en estar a la mira para apoyar una
negociación de paz que permitiese al Emperador estar desembarazado en el frente
oriental para volcarse contra Francia en apoyo de España. Pero los consejeros
eran conscientes de que la coyuntura existente en Hungría era irrepetible, con
un Imperio Otomano debilitado y un Leopoldo I que gozaba de un inédito consenso
en los príncipes cristianos, de modo que debería seguirse adelante, por “ver oy
tan grandes progresos como se han ejecutado esta campaña, y los que se pueden
esperar la que viene” (1). La muestra de esta mejor disposición fue que en 1686
llegaron, al fin, tropas españolas al teatro de guerra oriental.
CONTINUARÁ...
Notas:
(1) Consulta del Consejo de Estado, Madrid, 17 de noviembre de
1685, AGS, E, 3927, n.30.
Fuentes:
* González Cuerva, Rubén: “La última cruzada: España en la
Guerra de la Liga Santa (1683-1699)”, en Sanz Camañes, Porfirio (ed.): “Tiempo
de Cambios. Guerra, diplomacia y política internacional de la Monarquía
Hispánica (1648-1700)". Actas Editorial.
* Stoye, John: “L’Assedio di Vienna”. Società
editrice il Mulino.
España, a pesar de los malos tiempos, seguía siendo una gran potencia.
ResponderEliminarNo era un potencia militar como antaño, pero su red diplomática, su influencia, sus territorios clave y el oro americano eran fundamentales en cualquier alianza.
EliminarUn saludo
España fue GRAN POTENCIA hasta Trafalgar e incluso después, en la guerra con Usa de 1989, la flota española era muchísimo mejor pero con malísimos mandos.
ResponderEliminarEfectivamente hasta Trafalgar, y gracias a la reforma naval llevada acabo con Fernando VI y Carlos III, España seguía siendo una gran potencia militar.
EliminarUn saludo con Javier
Muchos intereses había en juego. La oleada turca llamaba con insistencia a las puertas de Europa con intenciones de invadirla en su centro desde el siglo anterior y era precioso levantar un dique, obtener una victoria duradera que diese al traste con tal proyecto. La monarquía Hispánica todavóia tenía prestigio en el contexto europeo y debía estar presente en el teatro de los hechos. Imprescindibles los avezados militares de los Tercios. A bragados no les ganaba nadie.
ResponderEliminarUn beso
Su presencia militar sería escasa pero de gran interés en esta estocada final al Imperio Turco que acabaría con la firma de la Paz de Karlowitz en 1699 que haría de Emperador y Austria la nueva potencia emergente del continente.
EliminarUn beso
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ResponderEliminarA la gran Turquía la pasaría pronto como a España y se disolvería su imperio encerrándose en si mismas.
ResponderEliminarSaludos.
Eduardo, la Paz de Karlowitz de 1699, consecuendia de esta Guerra expansiva de los Habsburgo sería el comienzo de su larga decadencia, que acabaría con la disolución del Imperio Turco tras la IGM.
EliminarUn abrazo
como siempre francia poniendoselo "facil" a los cristianos
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