domingo, 20 de noviembre de 2011

Carlos II y el dogma de la Inmaculada Concepción

*Nota: entrada dedicada al bloguero José Luis de la Mata Sacristán, que con un comentario en mi anterior entrada sobre la Inmaculada Concepción me animó a escribir esta entrada.

La geneaología biblíca de Carlos II. Portada del "Reyno de Dios" (1672). Biblioteca Nacional de Madrid.


El culto a la Inmaculada Concepción pone de relieve la proyección de antiguas devociones populares en la corte regia. Era una opinión originada en la Iglesia griega que comenzó a arraigar en la Cristiandad occidental en el siglo XII. La posición maculista de santo Tomás de Aquino vinculó a los dominicos a la postura adversa a la pía opinión. La pugna entre dominicos y franciscanos sobre esta cuestión se agudizó a partir del siglo XIV. En los reinos españoles la devoción se extendió en la Iglesia y los tronos regios en el periodo bajo-medieval (1). Carlos V y Felipe II evitaron pronunciarse expresamente sobre esta controversia, aunque defendieron los planteamientos lulistas a favor de la Inmaculada. Durante los últimos años del reinado de Felipe III la piadosa opinión se convirtió en un asunto primordial en la Corte, desbordando su dimensión teológica para adentrarse en la pugna de facciones políticas.


El origen de este contagio a la Corte de fervor inmaculista se encontraba en Sevilla, cuyo arzobispo, don Pedro de Castro y Quiñones, protegió a partir de 1615 las iniciativas de franciscanos y jesuitas para promover la definición dogmática en Roma. Desde 1615 en Sevilla aparecieron numerosas obras teológicas a favor de la pía opinión, con el amparo de aristócratas como los Duques de Béjar y de Medina Sidonia (2). De ese modo, el clero hispalense asumió un papel protagonista en la defensa y difusión de cultos en la Monarquía Hispánica, al igual que ocurrió después con la imagen del rey santo Fernando III (canonizado en 1671). En 1617 numerosas universidades españolas formularon el juramento inmaculista. La corte regia acogió y potenció las iniciativas a favor de la pía opinión. Las mujeres de la familia real desempeñaron una labor determinante en la promoción del misterio mariano, desde la reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III, tan afecta a esta devoción, hasta sor Margarita de la Cruz, hija de la emperatriz María, residente en las Descalzas Reales. Mediante juramentos de corporaciones y embajadas inmaculistas a Roma, el Rey y su entorno intentaron conseguir que se avanzara en la declaración dogmática del misterio, frente a las resistencias de algunas autoridades destacadas de la Iglesia, lideradas por la orden dominica (3).


Una oleada de fervor inmaculista se extendió a los reinos españoles durante años, con la estusiasta participación de ciudades y nobleza, reflejada en numerosas publicaciones a favor de la pía opinión. En el culto a la Inmaculada confluyeron la devoción popular con los credos promovidos de forma consciente y sistemática por la corte regia. A principios de 1616, a instancias de los predicadores jesuitas y franciscanos, Felipe III había dispuesto la creación de una Juanta de la Inmaculada Concepción, encargada de facilitar la declaración dogmática del misterio en Roma y, mientras tanto, de promover la expansión del culto por los reinos de la Monarquía, dificultando los posicionamientos teológicos adversos (4). En la devoción a la Inmaculada se mezclaban cuestiones de política territorial, como el deseo de que la Virgen protegiese ante la corte celestial la unidad de la Monarquía de España, con comportamientos dinásticos. Durante los siglos XVI y XVII en el proceso de configuración de unas señas de identidad propias, la Casa de Austria dedicó un particular énfasis a la “pietas mariana” como uno de los fundamentos de la “pietas austriaca”, verdadero pilar de la legitimación socio-política de la dinastía tanto en Madrid como en Viena (5).


Felipe IV jurando defender la doctrina de la Inmaculada Concepción, obra de Pedro de Valpuesta (h. 1634-1666). Museo de Historia de Madrid.

Durante el largo reinado de Felipe IV prosiguieron las gestiones en Roma a favor de la Inmaculada. Con todo, sólo en la última década del reinado el monarca se aplicó a fondo a promover en los reinos españoles la adhesión a la pía opinión (6). En un complejo contexto de pugnas entre las órdenes religiosas con implicaciones en las competencias entre los grupos de poder en la Corte, el soberano impuso el elogio inmaculista, lo que provocó un conflicto abierto con los dominicos (7). La política de autoridad y de hechos consumados impulsada por el Rey en cuestiones espirituales alcanzó unas cuotas de intensidad poco acostumbradas. En el entorno del soberano se asociaba la lid por la Inmaculada con la garantía de la sucesión a la Corona y la conservación de la unidad de la Monarquía, implicada en aquellos años en las campañas para la recuperación de Portugal. Para apaciguar la ira de Dios por los pecados privados del Rey y públicos de sus súbditos, Felipe IV intentó conseguir la mediación de la Virgen como su “abogada” ante la corte celestial, promoviendo vivamente ante la Sede Apostólica la definición del dogma de la Inmaculada Concepción.


La muerte de Felipe IV en septiembre de 1665 supuso una moderación coyuntural de la tensión existente en la Corte y en los reinos españoles en torno a la Inmaculada.La reina regente, doña Mariana de Austria, dispuso que la Junta de la Inmaculada Concepción se continuase reuniendo cada semana. La presión de la Corona en la corte romana se orientó a extender el rezo inmaculista en las provincias europeas de la Monarquía, solicitanto al Papa el permiso para imponerlo en los Reinos de Nápoles, Sicilia, el Estado de Milán y los Países Bajos. El confesor de la Reina, el jesuita Everardo Nithard, era uno de los exponentes más destacados de la Junta de la Inmaculada. Nithard asumió el puesto de Inquisidor General y un papel protagonista en el gobierno de la Monarquía. Con todo, su ministerio fue combatido por la aristocracia española y no puso consagrarse a promover la pía opinión ante el Papa. En cambio, la caída de Nithard en 1669 y su traslado a Roma, donde acabó ejerciendo la representación diplomática de la Corona, constituyeron un poderoso impulso a la extensión de este culto en Italia. En el Reino de Nápoles y el Estado de Milán se impuso el juramento inmaculista a las corporaciones, provocando una ruidosa controversia con la corte romana a partir de 1672. Nithard desempeñó un papel decidido en la defensa teológica y jurídica de la imposición del juramento en las universidades del Reino de Nápoles.


Retrato del cardenal Juan Everardo Nithard junto a un lienzo de la Inmaculada Concepción, hecho que evidencia su papel en Roma en defensa de la pía opinión. Obra de Alonso del Arco (h. 1674). Museo del Prado de Madrid.

En noviembre de 1675 Carlos II alcanzó la mayoría de edad y comenzó en términos legales su reinado personal, aunque su madre continuase dirigiendo la Monarquía. La Junta de la Inmaculada felicitó al soberano, asociando la promoción de la Purísima Concepción a la conservación de la Monarquía. A principios de 1677 el acceso de don Juan José de Austria al ministerio señaló una progresiva moderación en los conflictos con Roma por la pía opinión, manteniéndose las gestiones de forma discreta durante tres lustros hasta que la Inmaculada volvió a adquirir un papel clave entre las prioridades espirituales del Rey Católico.


Al igual que había ocurrido durante los reinados de su padre y su abuelo, los últimos años de Carlos II estuvieron encaminados a promover en Roma la definición dogmática del misterio inmaculista. La maltrecha salud del monarca, la ausencia de sucesión directa al trono y la guerra abierta con Francia en Europa propiciaron un nuevo impulso a la devoción mariana. Desde la perspectiva del entorno del Rey, la Inmaculada era la abogada de la Monarquía de España en la corte celestial. Si se obtenía la definición por el Papa, la Virgen María recompensaría este servicio mediando ante la divinidad para conseguir las ansiadas mercedes: el nacimiento de un heredero y la conservación de la integridad territorial de la Monarquía en Europa .Sucesión y conservación eran el norte de la piedad del Rey, quien como Nuevo Salomón multiplicaba sus actos devotos en exaltación de los misterios de la fe católica en las postrimerías de la centuria.


Entre 1693 y 1699 la Inmaculada se convirtió en el eje de las instancias al Papado por parte del Rey de España. En 1693 la publicación de un breve de Inocencio XII en el que se disponía el rezo del misterio de la Concepción con octava de precepto con carácter doble de segunda clase en la Iglesia Católica avivó las expectativas de la familia real. En diciembre de 1695 Carlos II se implicó personalmente en el impulso de la definición dogmática. El Rey escribió al cardenal Luis Fernández de Portocarrero, presidente de la Junta de la Inmaculada y arzobispo de Toledo que:


deseando continuar el fervoroso celo que los señores Reyes mi Padre y Abuelo (que están en gloria) solicitaron el mayor culto de la Purísima Concepción de Nuestra Señora, para obligar por medio de su auxilio a que su hijo Santísimo mire con piedad las presentes necesidades de esta Monarquía, ordeno a la Junta de la Concepción me informe del estado que actualmente tiene este Soberano misterio, y de los medios de que se podrá usar para adelantarle hasta su última definición, esperando que no omitirá reflexión ni diligencia que conduzca a fin tan importante y de mi primera devoción” (8)


En 1696 el interés del monarca y las gestiones del Duque de Medinaceli en Roma, obtuvieron nuevos logros. La Congregación de los Ritos aprobó la aplicación del título de “Inmaculada” a la Concepción de la Virgen. En la corte pontificia se movilizaron los cardenales afectos a la Corona española, entre los que destacaba el cardenal Francesco del Giudice, que contrarrestaban la animadversión de los dominicos a la pía opinión.


Desde Roma, en febrero de 1698 el cardenal José Sáenz de Aguirre expuso al Rey la estrategia para conseguir la definición del misterio de la Inmaculada (9). Aprovechando la coyuntura de paz en la Cristiandad, el cardenal recomendó a Carlos II que escribiese a los reyes y príncipes de Europa para apoyar la definición de la Inmaculada:


de cuya poderosa asistencia y patrocinio dependen y han dependido siempre las mayores dichas de la Monarquía. Paréceme muy conveniente con repetidas cartas instar a todos los reyes y príncipes cristianos. Y muy en especial al Señor Emperador y al Rey Cristianísimo para que le ayuden y asistan a solicitar con la brevedad posible esta gracia de Su Santidad, de cuyo feliz logro no puedo menos de decir (con gran confianza en Dios) que me parece resultarían a Vuestra Majestad y a todos sus Dominios felicidades muy cumplidas, y la mayor de todas que María Ilustrísima sería la Medianera y Abogada para impetrar de su Omnipotente Hijo una dichosa sucesión a Vuestra Majestad con las demás prosperidades que pudiera esperar de tan Gran Señora” (10)


La Virgen de la Almudena adorada por Carlos II, María Luisa de Orleans y doña Mariana de Austria (h. 1679-1689). Museo de Historia de Madrid.

En septiembre de 1699 la Junta informaba al Rey de que la causa estaba muy adelantada, debiéndose mostrar constancia para culminar el empeño, “asegurándose que Su Divina Majestad corresponderá alcanzando de su Santísimo Hijo toda la salud de Vuestra Majestad”. En aquellos meses también se promovió el proceso de canonización de sor María Jesús de Ágreda, acción piadosa que se consideraba un nuevo servicio a la Virgen.


Fue desigual la respuesta de los príncipes de Europa a la llamada de un Rey que asociaba la definición dogmática del misterio de la Inmaculada con alcanzar el milagro de la sucesión. Las gestiones prosperaron con el Rey de Polonia y el emperador Leopoldo I, a quien se presentó la piadosa instancia como la renovación de la “continuada protección de la Reyna del Cielo” a los intereses de la Casa de Austria. En cambio, Luis XIV reaccionó de forma diversa. El Rey Cristianísimo había sido el fruto inesperado del matrimonio de Luis XIII y la infanta-reina Ana de Austria, después de dos décadas sin descendencia. El nacimiento de “Louis-Dieudonné” se asoció a la mediación de la Virgen (11). Tras conocer el embarazo de la Reina, Luis XIII agradeció el favor divino realizando un voto perpetuo de consagración del reino de Francia a la Virgen. Era manifiesta la “pietas mariana” de Luis XIV, expresada de forma pública en visitas regias a santuarios marianos como el de Contignac. Sin embargo, en noviembre de 1699 el Rey de Francia escribió a Carlos II en respuesta a sus instancias para que los monarcas católicos de Europa pidieran juntos en Roma la definición del misterio inmaculista: Luis XIV rememoraba su conocida devoción mariana, aunque consideraba que era a la Iglesia a la que le tocaba decidir. Teniendo presente la división entre teólogos en el seno de la Iglesia, quizás Dios deseaba mantener el misterio oculto a juicio del soberano galo. Por ello había decidido no aunar sus instancias a favor de la pía opinión, con el fin de no avivar disputas acabadas ni crear nuevas inquietudes en la Iglesia. En los últimos lustros de la centuria Luis XIV había amortiguado su defensa de las libertades galicanas y se presentaba como un Nuevo Constantino, capaz de expulsar a los súbditos hugonotes de Francia para rivalizar con el Emperador como cabeza del orbe católico, tras los éxitos imperiales frente a los turcos.


El rechazo de Luis XIV disipó las extendidas experanzas de logra la definición del misterio. En marzo de 1700 la Junta aconsejó al Rey que el nuevo embajador en Roma, el Duque de Uceda, renovase sus instancias a favor de la declaración del dogma, aunque sus miembros eran conscientes del revés que suponía el posicionamiento de Luis XIV (12). El deterioro de la salud de Carlos II coincidió con el progresivo olvido de la causa. En vida del Rey no se llegó a culminar aquel particular servicio a la Reina del Cielo y tampoco el monarca obtuvo la singular merced de asegurar la sucesión mediante el nacimiento de un hijo.


En su testamento, cuya versión definitiva rubricó el 2 de octubre de 1700, Carlos II no olvidó la devoción paterna ni propia a la Inmaculada. En la cláusula segunda el Rey mostraba su confianza en la Virgen como abogada de los pecados y medianera para obtener favor y gracia de la divinidad. Carlos II declaraba su devoción:


el soberano y extraordinario beneficio que recibió de la poderosa mano de Dios, preservándola de toda culpa en su Inmaculada Concepción, por cuya piedad he hecho con la Sede Apostólica todas las diligencias que he podido para que así lo declare, y en mis reinos he deseado y procurado la devoción de este misterio y en conformidad de lo que ordenó el Rey mi señor, mi padre, la he mandado llevar en mis estandartes reales como empresa; y en mis días no pudiere conseguir de la Sede Apostólica esta decisión ruego muy afectuosamente a los reyes que me sucedieren, que continúen las instancias que en mi nombre se hubieren hecho con grande aprieto hasta que lo alcancen de la Sede Apostólica” (13)


Este artículo del testamento de Carlos II era muy similar a la declaración inmaculista que incluyó su padre en sus últimas voluntades.


El príncipe que heredase la Monarquía de España no sólo debía mantener su planta de gobierno y sus constituciones, y preservar su unidad; además, era el depositario de la “pietas hispánica” y recibía un legado de devoción eucarística y de fe en el misterio de la Inmaculada. Tras la muerte del Rey, los clérigos del entorno de Carlos II recordaron a Felipe V esta obligación. En septiembre de 1702 Felipe de Torres escribió al Marqués de Ribas, secretario real:


Hallándose el Rey Nuestro Señor (que está en el cielo) en su última enfermedad, me mandó instado de una Sierva de Dios acordase a Su Majestad de cuando en cuando pidiese a Su Santidad declarase por artículo de fe el misterio de la purísima Concepción de la Virgen Santísima Nuestra Señora concebida sin mancha de pecado original en el primer instante de su ser natural (...) habiendo heredado el Rey Nuestro Señor (Dios le guarde) no sólo su Reino sino también la devoción a esta divina señora, haciéndola su Abogada de que tan buenos principios se han visto en sus victorias

Por ello concluía “que Su Majestad ejecute lo que no pudo continuar Su Majestad (que está en el cielo)” (14). Cuando Felipe V intentó impulsar la declaración del misterio en 1706 se encontró con dos obstáculos: por un lado, la Junta recordó al Rey que había sido su abuelo quien bloqueó la ofensiva inmaculista de 1699; por otro, el deterioro de las relaciones entre Felipe V y el Papado tras el hundimiento del partido borbónico en Italia convertía en inviables tales pretensiones (15).


Fuente principal:


* Álvarez-Ossorio Alvariño, Antonio: “La piedad de Carlos II” en Ribot, Luis (dir.): “Carlos II y su entorno cortesano”. CEEH, Madrid, 2009.


Notas:


(1) S. Stratton: “La inmaculada Concepción en el arte español”. Cuadernos de Arte e Iconografía, 1-2 (1988), pp. 3-128.


(2) Junto a las obras de franciscanos, se pueden destacar los tratados insmaculistas de los teólogos jesuitas, de los que se ofrece una detallada enumeración en J.E. de Uriarte: “Biblioteca de los jesuitas españoles que escribieron sobre la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora antes de la definición dogmática de este misterio”. Madrid, 1904.


(3) L. Frías: “Felipe III y la Inmaculada Concepción. Instancias a la Santa Sede por la definición del misterio”, Razón y Fe, 10 (1904), pp. 21-33, 145-156 y 293-308; y J.M. Pou y Martí: “Embajadas de Felipe III a Roma pidiendo la definición dela Inmaculada Concepción de María”. Archivo Ibero-Americano, 34 (1931), pp. 371-417 y 508-534, y 35 (1932), pp- 482-525.


(4) Sobre los milagros de la Inmaculada entre 1617 y 1618, los juramentos de las comunidades, la fundación y los primeros acuerdos adopatados por la Junta de la Inmaculada Concepción, véase Madrid (AHN), Consejos, libro 2.738, ff. 1-20. Véase además L. Frías: “Devoción de los reyes de España a la Inmaculada”. Razón y Fe 53 (1919), y J. Meseguer Fernández: “La Real Junta de la Inmaculada Concepción (1616-1817/20)”. Archivo Ibero-Americano 15 (1955), pp. 621-860.


(5) Sobre la “pietas mariana” como seña de identidad de la Casa de Austria, aunque limitado al culto a la Inmaculada de la rama vienesa, véase A. Coreth: “Pietas Austriaca. Österreische Frömmigkeit in Barock”. Múnich, 1982, pp. 45-61.


(6) Sobre las gestiones que se hicieron en Roma en nombre de Felipe IV para avanzar hacia la definición dogmática de la Purísima Concepción véase C. Abad: “Preparando la embajada concepcionista de 1656. Estudio sobre cartas inéditas a Felipe IV y Alejandro VII” y C. Gutiérrez: “España por el dogma de la Inmaculada. La embajada de Roma de 1659 y la bula Sollecitudo de Alejandro VII”.


(7) Con respecto a la imposición del elogio inmaculista en los reinos hispanos pese a la resistencias de los dominicos, véase N. de Estenaga y Echevarría: “El cardenal de Aragón (1626-1677). París, 1929.


(8) Carlos II al cardenal Portocarrero. Madrid, 9 de diciembre de 1695. AHN, Consejos, legajo 51.680.


(9) E. Zaragoza i Pascual: “Correspondencia epistolar entre el Cardenal Aguirre y el rey Carlos II sobre la definición dogmática de la Inmaculada Concepción y la causa de Sor María de Ágreda (1697-1699)”.


(10) Carlos II; Roma, 23 de febrero de 1698. AHN, Consejos, legajo 51.680.


(11) P. Burke: “La fabricación de Luis XIV” (1992). Madrid, 1995.


(12) La Junta a Carlos II. Madrid, 18 de marzo de 1700. AHN, Consejos, legajo 51.681.


(13) Testamento de Carlos II (1982), pp. 9 y 11.


(14) Felipe de Torres y Salazar al Marqués de Ribas. Madrid, 18 de septiembre de 1702. AHN, Consejos, legajo 51.681.


(15) M.A. Ochoa: “Embajadas rivales. La presencia diplomática de España en Italia durante la Guerra de Sucesión”. RAH, Madrid, 2002.

24 comentarios:

  1. Aunque es comprensible que un rey tan pecador como Felipe IV hiciera la “pelota” a la Virgen para que intercediera ante Dios y posibilitara la sucesión, resulta paradójico que el monarca estuviera tan preocupado por el dogma de la Inmaculada Concepción cuando él era la antítesis en lo que respecta a las “máculas” de la carne. Todo un experto en catar la carne de cuanta moza fermosa se le pusiera a tiro, indistintamente de su origen social. Él, como don Juan Tenorio, no hacía ascos a ninguna fémina, sembrando España de bastardos, no todos reconocidos.
    Todo un conquistador que, valiéndose de su posición, podría recitar como el galán de Zorrilla aquello de
    "Yo a las cabañas bajé,
    yo a los palacios subí,
    yo los claustros escalé
    y en todas partes dejé
    memoria amarga de mí."

    Un saludo.

    ResponderEliminar
  2. No sé yo si la Virgen seguirá protegiendo ante la corte celestial la unidad de la Monarquía de España, pero bueno. La verdad es que ahora no se lo curran nada. Ya no hay pietas austriaca, ni borbónica, ni nada de nada, y claro, así no puede esperarse intercesiones milagrosas. Pero no sé, tengo la impresión de que algo les falló a los austrias en sus tratos con los cielos.

    Buenas noches, monsieur

    Bisous

    ResponderEliminar
  3. Muchas gracias por la dedicatoria... es todo un honor ser la inspiración de una gran entrada como esta... Saludos,...

    ResponderEliminar
  4. Más que la habitual entrada de blog, aunque éste ya nos tiene acostumbrados a su altísimo nivel histórico, me he encontrado con un artículo de la máxima categoría, que me ha dejado impresionado por la brillante exposición de un tema que desconocía por completo.
    ¡Excelente!
    Y aprovecho para preguntar ¿Se sabe por qué la Inmaculada Concepción es patrona de los farmacéuticos, en vez de otros santos sanadores, como San Cosme y San Damían, por ejemplo? Salvo que la gente de botica quisiera la mayor protección posible, no le encuentro otra explicación...
    Perdón por abusar, gracias, y el más cordial saludo.

    ResponderEliminar
  5. Una entrada completa y bien documentada Alberto. Pues les fallo la Inmaculada a la hora de dejar descendencia. Que los destinos de un país se dejen en manos de la Iglesia no tiene lógica...aunque en esos siglos de predominio católico, era normal, y más teniendo cerca a los jesuitas.
    Un abrazo¡¡¡

    ResponderEliminar
  6. Es curioso que tardara tanto en oficializarse el culto a la Inmaculada Concepción y lo digo porque parece intrínseca a la figura mariana desde sus orígenes y ya vemos que no es así. ¡Qué compleja era la Teología entonces! Esos debates entre órdenes religiosas, obispos, cardenales y demás clero se hacían largos y a veces violentos físicamente y de palabra. Los intereses políticos se aunaban a los religiosos e incluso podían producir conflictos diplomáticos.
    Veo que el duque de Béjar no se libraba de tales diatribas.
    Besos

    ResponderEliminar
  7. Excelente planteamiento de la cuestión de la inmaculada y el fervor mariano en España que, como bien dices, arranca en el siglo XIII con el tomismo. Fue especialmente en el Barroco, en pleno fervor de la Contrarreforma cuando se agudiza la cuestión, en especial en la España de Felipe IV, y se asienta el dogma mariano, que tiene en Sevilla especial protagonismo. Gracias a estas discusiones, tenemos innumerables obras de arte que recogen a la Virgen María como prototipo de puereza, dulzura y santidad, desde Martínez Montañés, Alonso Cano, hasta Velázquez, la Roldana, Zurbarán, Murillo...
    Gran post, Alberto. Saludos cordiales.

    ResponderEliminar
  8. Frivolizando un poco: cabe la posibilidad que Luis XIV, en el fondo, sintiera algún temor a que la Inmaculada realmente favoreciera la fertilidad de Carlos II. Ya sabemos cuanto significaba para Francia que España se mantuviera sin heredero.
    Un detallado artículo, bien documentado, Alberto. Tampoco yo sabía mucho, mejor dicho prácticamente nada, sobre este asunto. Un abrazo.

    ResponderEliminar
  9. Cayetano: precisamente esos pecados carnales de su juventud fueron los que le atormentaron durante su vejez, representados además para él en la persona de don Juan José al que no trató especialmente por ser "hijo del pecado", como si el pobre bastardo fuese el culpable.

    La correspondencia con sor María Jesús de Ágreda y la defensa del dogma de la Inmaculada iban encaminadas a defender su persona ante el Altísimo.

    Un saludo.

    ResponderEliminar
  10. Madame: esto de las intercensiones divinas está ya pasado de moda. Al final toda aquella pietas austriaca no sirvió para nada porque la dinastía acabó como todos sabemos.

    Un beso.

    ResponderEliminar
  11. José Luis: de nada, gracias a ti por darme la idea.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  12. Francisco: muchas gracias por tus palabras. Desconozco por completo el tema que me planteas ya que no soy experto en religiosidades y teología jejeje, pero intentaré informarme.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  13. Javier: en aquel tiempo Iglesia y Estado se entremezclaban completamente y a ello ayudaban como bien dices los jesuitas, hombres fuertes en las Cortes de Viena y Madrid, con hombres como Nithard o Lamormaini.

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  14. Carmen: sabía que te llamaría la atención la participación del Duque de Béjar en estos menesteres. Los conflictos teólogicos eran eternos y además, marcados como bien dices, por la política. Si en 1699 Luis XIV no se hubiese opuesto a apoyar la iniciativa de Carlos II, el dogma se habría proclamado 150 años antes de lo que lo hizo.

    Un beso.

    ResponderEliminar
  15. Paco: precisamente en plena explosión de ese fervor mariano e inmaculista es cuando el gran Murillo desarrolla sus famosas "Inmaculadas" hoy desperdigadas por varios museos...tu Sevilla, a la cabeza de ese fervor como no podía ser de otra forma jeje

    Un abrazo.

    ResponderEliminar
  16. DLT: en una sociedad tan religiosa como aquella es muy probable que Luis XIV pensara lo que comentas y que Carlos II concibiese un heredero de manera milagrosa como había hecho Luis XIII con el propio Luis XIV ya casi al final de su vida.

    Un saludo.

    ResponderEliminar
  17. Yo creo que en el Cielo dejaron de favorecer a los Austrias por incestuosos. Por mucha dispensa papal que recibiesen, la endogamia es un "pecado" terrible que se paga en este mundo, como ellos mismos pudieron comprobar en sus carnes.

    Saludos, Alberto.

    ResponderEliminar
  18. Impresionante entrada sobre un tema del que no creo se haya escrito demasiado.
    No sabría muy bien dónde englobar a los últimos reyes de la casa de Austria. Si bien los primeros se caracterizaban por su sincera y profunda devoción (Felipe II) y otros anteriores a esta dinastía fueron calificados incluso como santos (Fernando III) ¿Dónde podríamos encajar a Felipe IV? Pues es bien conocida su disoluta vida, quizá, como usted bien comenta, precisamente fue este el motivo de su posterior devoción mariana...

    Hay que tener en cuenta que el poder de los reyes se fundamentaba ante todo en su derecho divino, por lo que siempre debieron de ser (en teoría) los máximos ejemplos a seguir, espejos de virtudes... Felipe IV no encaja en esta descripción, al menos en sus primeros tiempos. No así su esposa Mariana de Austria, que vestiría tocas hasta su muerte tras el fallecimiento del monarca y participaría de la pietas austríaca hasta el final de sus días.

    No es raro que tras su muerte se hablara incluso de hechos milagrosos, aunque eso ya es otra historia...

    Si a alguien le interesa la obra de Álvarez-Ossorio Alvariño, Antonio: "La piedad de Carlos II" (citada por Alberto), donde se habla de manera detallada sobre este tema, puede consultarla en este enlace :

    http://digitool-uam.greendata.es//exlibris/dtl/d3_1/apache_media/L2V4bGlicmlzL2R0bC9kM18xL2FwYWNoZV9tZWRpYS8xNDUyMQ==.pdf

    Un saludo y discúlpeme si no me he pasado todo lo que yo quisiera por su blog, mis recientemente adquiridos deberes paternales no me han dejado mucho tiempo :-))

    ResponderEliminar
  19. Estupenda entrada sobre un dogma de raíz popular y que, además, acentuó la dificultad del diálogo ecuménico. Arrastramos esto hasta nuestros días.

    Un saludo.

    ResponderEliminar
  20. Jordi: pudiera ser esto que nos dices, aunque no conozco la manera de pensar de Dios y cia jejeje

    Un abrazo amigo

    ResponderEliminar
  21. Pedro: asi es, aunque Felipe II, pese a su religiosidad, también tuvo sus pecados carnales, al igual que su padre Carlos V y su nieto Felipe IV. Los únicos monarcas verdaderamente piadosos de la Casa de Austria fueron Felipe III y doña Mariana de Austria.

    De las reinas cabe destacar a Margarita de Austria, esposa de Felipe III y madre de Felipe IV que incluso fue propuesta para la santidad y doña Mariana que como bien dices cuenta la leyenda que con sus tocas, consiguió sanarse a una monja...

    Álvarez-Ossorio fue profesor mio en la UAM y la persona que me inició en la pasión por Carlos II, tengo además varios libros suyos que me regaló :)...un joven pero al mismo tiempo magnífico historiador y con una carrera meteórica en la UAM.

    Un abrazo y un besito para la mamá y la niña ;)

    ResponderEliminar
  22. Negrevernis: los denates teológicos dificultaron los avances en muchos ámbitos y además se volvieron en muchos casos, como este, eternos por multitud de razones, sobre todo, el enfretamiento entre órdenes religiosas.

    Un saludo.

    ResponderEliminar
  23. ** Pedro: quería decir que los únicos verdaderamente piadosos fueron Felipe III y Carlos II

    ResponderEliminar
  24. a propósito de la Inmaculada te paso este enlace de un blog "muy bueno" que conozco jejeje:

    http://misviajesconhistoria.blogspot.com/2008/12/historia-de-la-inmaculada-concepcin.html

    ResponderEliminar