miércoles, 24 de junio de 2015

Carlos II y el dogma de la Inmaculada Concepción (Parte II)

1. Retrato del Cardenal Nithard (1674), obra de Alonso del Arco. Museo del Prado. Podemos ver como la parte izquierda del retrato está ocupada por una estantería con libros que denotan sus conocimientos teológicos, mientras que por encima cuelga un cuadro de la Inmaculada Concepción, con una representación del tema que sólo encontramos en otra Inmaculada, inédita y firmada, que se conserva en el madrileño hospital del Niño Jesús, destacando de este modo la estrecha relación del Cardenal con este dogma.

La muerte de Felipe IV en septiembre de 1665 supuso una moderación coyuntural de la tensión existente en la Corte y en los reinos españoles en torno a la Inmaculada. La Reina regente, doña Mariana de Austria, dispuso que la Junta de la Inmaculada Concepción se continuase reuniendo cada semana. La presión de la Corona en la Corte romana se orientó a extender el rezo inmaculista en las provincias europeas de la Monarquía de España, solicitando al Papa el permiso para imponerlo en los reinos de Nápoles, Sicilia, el Estado de Milán y los Países Bajos. El confesor de la Reina, el jesuita alemán Juan Everardo Nithard, era uno de los exponentes más destacados de la Junta de la Inmaculada. Nithard asumió el puesto de Inquisidor General y un papel protagonista en el gobierno de la Monarquía. Con todo, su valimiento fue combatido por don Juan José de Austria y los Grandes, que le consideraban un advenedizo extranjero de baja extracción, indigno de los puestos de preeminencia que ocupada. Su caída en febrero de 1669 y su posterior traslado a Roma, donde acabó ejerciendo como embajador de la Monarquía Católica ante el Santo Padre, constituyeron un poderoso impulso a la extensión de este culto en Italia. En el Reino de Nápoles y el Estado de Milán se impuso el juramento inmaculista a las corporaciones, provocando una ruidosa controversia en la Corte pontificia a partir de 1672. Nithard desempeñó un papel decidido en la defensa teológica y jurídica de la imposición del juramento en las universidades del Reino de Nápoles. 

No profundizaremos en la rocambolesca salida de Nithard de la Corte de Madrid y en su ajetreado viaje posterior a Roma. Solo citaremos que el Iquisidor General entró en la Ciudad Eterna el 16 de mayo de 1669, después de casi tres meses de viaje, alojándose por disposición del Marqués de Astorga, embajador español ante la Santa Sede, en el jardín del Príncipe Borghese, aunque tan solo por tres días pues enseguida se trasladó la casa que la Compañía de Jesús tenía en el centro de Roma permaneciendo en ella de absoluto incógnito en espera de que llegasen las credenciales que le acreditarían como embajador extraordinario ante la Santa Sede como le había prometido su hija de confesión, la regente doña Mariana de Austria. Sin embargo, las cosas no resultaron tan sencillas, ya que su misión diplomática estaba carente de contenido y era más fachada para salvar el honor del jesuita tras su obligada caída que otra cosa.

Pesarosa doña Mariana de Austria de la situación de su confesor, consultó a los Consejos qué se podía hacer. Al no obtener una respuesta satisfactoria y agotada de tener que luchar contra unos y otros y no queriendo desampararle, desafía a las Juntas y Consejos y decide dar contenido a la embajada de Nithard. Para ello recurrió a una figura que ya se había dado anteriormente y le nombra embajador extraordinario en Roma para el asunto de la Inmaculada. La Reina encarga que se envíen al Inquisidor General las cartas de acreditación "tomando por motivo de su embajada extraordinaria las materias de la Concepción de Nuestra Señora y llegado a Roma se vera lo que habrá de hacer y ol que toca a las asistencias que se le han de dar". Posteriormente, se comunicó su decisión al Pontífice y a los cardenales del Sacro Colegio, un total de 44, entre ellos Barberini, Carpena, Gabrieli, Ursino, Carrafa y Grimaldi. Además, doña Mariana, para evitar choques y malentendidos y no queriendo suscitar conflictor entre los dos embajadores, el ordinario y el extraordinario, escribió al Marqués de Astorga las pautas y tratamientos que se habían adoptado anteriormente en idéntica situación durante el reinado de Felipe IV (1655) entre el embajador ordinario don Luis Ponce de León y el embajador extraordinario para el asunto de la Inmaculada Concepción fray Francisco Guerra, Obispo de Plasencia.

Como señalaba la Reina en su despacho, no era la primera vez que un personaje de alcurnia era enviado a Roma con este cometido. Conseguir el reconocimiento del dogma de la Inmaculada, y por supuesto de la instauración del culto de la Virgen bajo esa advocación, había sido, como sabemos, un empeño personal de Felipe IV quien en 1661 mandó al citado Obispo de Plasencia a Roma, como embajador extraordinario para dicho asunto. Pensó doña Mariana que, puesto que Nithard estaría en Roma de una forma u otra, pues era el destino que había elegido para alejarse de Madrid, y puesto que se le había enviado allí como embajador extraordinario, podría encargarse de tal cometido ya que además el confesor e Inquisidor General estaba perfectamente cualificado para esa misión ya que su preparación sobre el tema era más que completa.

Las conexiones de Nithard con el asunto de la Inmaculada serán más que una coincidencia a lo largo de su vida. Como si fuera una premonición, la relación del jesuita con la Inmaculada Concepción comenzó el día mismo de su nacimiento, 8 de diciembre de 1607. Ese día, el 8 de diciembre, es el que quedará reservado para el culto a María bajo esa advocación, aunque entonces todavía no se celebraba. Cuando Nithard sintió la llamada de la vocación religiosa podía haber elegido cualquier orden pero eligió la Compañía de Jesús, la cual siempre defendió la postura concepcionista frente a otras órdenes religiosas. Al salir de Viena rumbo a España acompañando a la doña Mariana de Austria (1649) , se encontró con una Corte en la que el Rey era un gran defensor del reconocimiento del dogma, y por supuesto, de la instauración del culto de la Virgen como Inmaculada Concepción. En España había una larga tradición de apoyo a la pía opinión que en realidad, y aunque no estaba todavía reconocido, era un dogma práctico, como lo demuestra el gran número de Inmaculadas que en este siglo recogieron en sus lienzos desde los más famosos a los más humildes pintores. En 1615, como se vio en la anterior entrada, una comisión del Arzobispo de Sevilla había pedido el apoyo de la Corona para esta causa, y las Cortes de Castilla manifestaron así mismo su aquiescencia. Por otra parte, Felipe IV, alentado por su consejera espiritual, sor María Jesús de Ágreda, hizo todo cuanto pudo para que la creencia fuera declarada dogma de fe, lo que se consiguió por fin en 1696, reinando ya Carlos II, mediante breve pontificio que instituyó la festividad de la Inmaculada Concepción con rito de segunda clase y octava propia.

2. "Examen Theologico de quatro proposiciones...", obra de Juan Everardo Nithard (1662).

En su empeño por conseguir el reconocimiento del dogma, Felipe IV hizo miembro a Nithard de la Junta de la Inmaculada Concepción de la Madre de Dios, como se comentó al inicio de la entrada. Para la misma se nombró a los hombres más doctos y se les encargó algunos tratados. Con este motivo publicó Nithard el libro "Examen Theologico" (1662).

Así, el asunto de la Inmaculada Concepción seguirá a Nithard a Roma y, además de su encargo como embajador para conseguir el reconocimiento de este dogma más adelante, en febrero de 1672, quiere la Junta de la Inmaculada que el ya embajador ordinario Nithard (ad interin mientras llegaba el embajador titular Marqués del Carpio), solicite que se ponga el rezo con octava en el cuerpo del breviario para toda la Iglesia. Como considera la Junta que quizás el Marqués de Astorga, su predecesor en el cargo habría ya salido para Nápoles para hacerse cargo del virreinato, cree conveniente que el nuevo embajador continuase en el intento, máxime cuando era alguien que conocía muy bien el tema y sabía de la importancia del negocio por haber sido antes miembro de la dicha Junta.  Por otra parte y, quizás como colofón a toda su vida y su trabajo, ya en el siglo XX se colocó una lápida en su honor en la Catedral de Linz (Austria), catedral que está dedicada a la Inmaculada. El texto de la lápida es el siguiente:

Placa conmemorativa de Nithard

Dr. Alfred Zerlik

Mi artículo sobre el Cardenal Nithard en "Freinberger Stimmen", julio 1965, ha suscitado mucho interés, especialmente mi apoyo a favor de colocar una placa en memoria del gran abogado por su Dogma de la Inmaculada Concepción de María en la Catedral de la Inmaculada en Austria, el país de Nithard. Esta propuesta ha sido especialmente bien aceptada. El Obispo de Linz y el "Dompfarrer" acogieron la propuesta y, poco antes de medio año después de la publicación del artículo, la placa conmemorativa ya estaba hecha. El 8 de diciembre de 1965, en la celebración de la Inmaculada Concepción, la placa fue consagrada. El Catedrático de Teología, Dr. Johann Singer, predicó en la misa de la tarde [...]. La solemne consagración de la placa bajo la estatua de la Virgen María, a la derecha de la entrada desde la calle Herrenstrasse la hizo el vicario general prelado Ferdinand Weinberger y los estudiantes de Teología cantaron el Ave María. Ese año la celebración de la Inmaculada Concepción de María se hizo en memoria del Cardenal Nithard, un gran hijo de la casa. A través de esta celebración y de la placa, se evitó que el Cardenal cayese en el olvido...

KARDINAL JOHANN EBERHARD
NIDHARD
EIN KÁMPFER FÚR DAS DOGMA
DER UNBEFLECKTEN EMPFÁNGNIS
MARIAs
*1607 AUF BURG FALKENSTEIN
IM MÚHLVIERTEL + 1681 IN ROM
A D 1965.

CONTINUARÁ


Fuentes:

* Álvarez-Ossorio Alavariño, Antonio: "La piedad de Carlos II" en Ribot, Luis (dir.) "Carlos II. El rey y su entorno cortesano". CEEH, 2009.

* Sáenz Berceo, María del Carmen: "Confesionario y poder en la España del siglo XVII: Juan Everando Nithard". Universidad de La Rioja, 2014.

miércoles, 10 de junio de 2015

Carlos II y el dogma de la Inmaculada Concepción (Parte I)

Fig. 1. Inmaculada de El Escorial, obra de Bartolomé Esteban Murillo (h. 1660/1665). Museo del Prado de Madrid.

El culto a la Inmaculada Concepción pone de relieve la proyección de antiguas devociones populares en la Corte regia. Era una opinión originada en la Iglesia griega que comenzó a arraigar en la Cristiandad occidental en el siglo XIII. La posición maculista de Santo Tomás de Aquino vinculó a los dominicos a la postura adversa a la pía opinión. La pugna entre dominicos y franciscanos sobre esta cuestión se agudizó a partir del siglo XIV. En los reinos españoles la devoción se extendió en la Iglesia y entre los reyes a partir del siglo XIV. Carlos I y Felipe II evitaron pronunciarse expresamente sobre esta controversia, aunque defendieran los planteamientos lulistas a favor de la Inmaculada. Durante los últimos años del reinado de Felipe III la piadosa opinión se convirtió en asunto primordial en la Corte, desbordando su dimensión teológica para adentrarse en la pugna de facciones políticas.

El origen de este contagio a la Corte de fervor inmaculista se encontraba en Sevilla, cuyo Arzobispo, Pedro de Castro y Quiñones, protegió a partir de 1615 las iniciativas de franciscanos y jesuitas para promover la definición dogmática en Roma. Desde 1615 en Sevilla aparecieron numerosas obras teológicas a favor de la pía opinión, con el amparo de aristócratas como los Duques de Béjar y Medina Sidonia. De este modo, el clero hispalense asumió un papel protagonista en la defensa y difusión de cultos en la Monarquía de España, al igual que ocurrió después con la imagen de Fernando III el Santo (canonizado en 1671). En 1617 numerosas universidades españolas formularon el juramento inmaculista. La Corte regia acogió y potenció las iniciativas a favor de la pía opinión. Las mujeres de la familia real desempeñaron una labor determinante en la promoción del misterio mariano, desde la reina Margarita de Austria, mujer de Felipe III, tan afecta a esta devoción, hasta sor Margarita de la Cruz, hija del emperador Maximiliano II y la infanta-emperatriz María de Austria, profesa en las Descalzas Reales.

Una oleada de fervor inmaculista se extendió a los reinos españoles durante años, con la entusiasta participación de ciudades y nobleza, reflejada en numerosas publicaciones a favor de la pía opinión. En el culto a la Inmaculada confluyeron la devoción popular con los credos promovidos de forma consciente y sistemática por la Corte regia. A principios de 1616, a instancias de los predicadores jesuitas y franciscanos, Felipe III había dispuesto la creación de una Junta de la Inmaculada Concepción, encargada de facilitar la declaración dogmática del misterio en Roma y, mientras tanto, de promover la expansión del culto por los reinos de la Monarquía, dificultando los posicionamientos teológicos adversos. En la devoción a la Inmaculada se mezclaban cuestiones de política territorial, como el deseo de que la Virgen protegiese ante la Corte celestial la unidad de la Monarquía de España, con comportamientos dinásticos. Durante los siglos XVI y XVII en el proceso de configuración de unas señas de identidad propias, la Casa de Austria dedicó una particular énfasis a la "pietas mariana" como uno de los fundamentos de la "pietas austriaca", verdadero pilar de la legitimización socio-política de la dinastía tanto en Madrid como en Viena.

Durante el prolongado reinado de Felipe IV prosiguieron las gestiones en Roma a favor de la Inmaculada. Con todo, sólo en la última década del reinado el monarca se aplicó a fondo a promover en los reinos españoles la adhesión a la pía opinión. En un complejo contexto de pugnas entre órdenes religiosas con implicaciones en la competencia entre grupos de poder en la Corte, el soberano impuso el elogio inmaculista, lo que provocó un conflicto abierto con los dominicos. La política de autoridad y de hechos consumados impulsada por el Rey en cuestiones espirituales alcanzó unas cotas de intensidad poco acostumbradas. En el entorno del soberano se asociaba la lid por la Inmaculada con la garantía de la sucesión a la Corona y la conservación de la unidad de la Monarquía, implicada en aquellos años en las campañas para la recuperación de Portugal. Para apaciguar la ira de Dios por los pecados privados del Rey Planeta y públicos de sus súbditos, Felipe IV intentó conseguir la mediación de la Virgen como su "abogada" ante la Corte celestial, promoviendo "vivamente" ante la Sede Apostólica la definición del dogma de la Inmaculada Concepción.

CONTINUARÁ...

Fuentes:

* Álvarez-Ossorio Alavariño, Antonio: "La piedad de Carlos II" en Ribot, Luis (dir.) "Carlos II. El rey y su entorno cortesano". CEEH, 2009.

miércoles, 3 de junio de 2015

El Corpus de 1698

Fig 1. Carlos II en una miniatura de la concesión de la Grandeza de España a Tommaso d'Aquino, Principe de Castiglione, con una vestimenta similar a la que llevaría en la procesión del Corpus toledano de 1698. Museo Correale di Terranova (Sorrento, Italia).

A finales de su reinado, la mala salud de Carlos II y las continuas rogativas por la sucesión eran la justificación de diversas jornadas que el Rey emprendió en sus últimos meses de vida. En la primavera de 1698 Carlos II y su segunda mujer, doña Mariana de Neoburgo, viajaron a Toledo para ganarse la benevolencia del favor divino. Jornada en la que tuvo mucho que ver la pugna cortesana entre los dos hombres fuertes del momento por controlar el gobierno de la Monarquía: el Almiramte de Castilla y el Arzobispo de Toledo, el cardenal Luis Fernández de Portocarrero.

En el calendario de las celebraciones religiosas en la Corte uno de los actos más significados pàra la exaltación de la devoción del Rey era la procesión del Corpus. Al celebrar esta liturgia en Toledo con presencia real el Corpus cobraba un nuevo alcance en las postrimerías de la centuria. La jornada se prolongó desde el 25 de abril hasta el 12 de junio. Esta jornada hizo que pronto en el entorno del monarca se entablaran negociaciones para regular la etiqueta de la procesión del Corpus. La preeminencia del Arzobispo y del Cabildo se debía atenuar ante la presencia de los Reyes, y los criados de las casas reales debían compartir la gestión del ritual con los responsables del ceremonial en la Catedral. El palacio arzobispal se convirtió en sede de la Corte, en residencia real.

La superposición de esferas entre la corte regia y la corte arzobispal exigía unos acuerdos que posibilitasen una aparente armonía de potestades durante aquellas semanas. Por un lado, estaba la planta de cómo se organizaba el Corpus en Madrid. Por otro, la celebración en Toledo no contemplaba la presencia del soberano. Por ello, el 28 de mayo el secretario del Despacho Universal comunicó la resolución del Rey sobre el modo de celebrar aquel Corpus "sin que esta planta y ejemplar pueda innovar en ningún tiempo la que está dada y se observa en Madrid". El acuerdo se fundaba en seis condiciones. En ellas se regulaba el accedo al monarca a la cortina y al sitial, emblemas de la preminencia de la majestad situados en el altar durante la liturgia. El sumiller de cortina asistiría con manteo y bonete. Al Patriarca de las Indias, Pedro Portocarrero y Guzmán, sobrino del citado Arzobispo de Toledo, se le encomendaba el cometido de quitar el terliz al entrar el Rey en el sitial. El símbolo de la soberanía en la Capilla Real, la cortina, se trasladó desde el Real Alcázar de Madrid hasta la ciudad del Tajo. A Toledo llegó una cortina rica con imaginería de la historia de Moisés con su silla y sitial, que utilizó Carlos II en las funciones en la Catedral. También se preparó el banco de los Grandes, expresión de los privilegios y libertades de la aristocracia, pero no otros bancos que se disponían habitualmente en la Capilla Real de palacio, ya que "no había embajadores en aquella Ciudad y se excusó su asiento, como también el banco de Confesores, Capellanes de honor y Predicadores, que no concurrieron".

Fig. 2. Vista de la Catedral de Toledo.

El gobierno de la procesión quedaría en manos de sus tradicionales gestores, a los que se uniría el mayordomo de semana. La otra presencia significada que alteraba la costumbre era la de la Guardia del Rey. Desde Madrid se trasladaron a Toledo veinte soldados de "cada nación", de las Guardas Española y Alemana, así como treinta Archeros con sus cuchillas. Las Guardas debían ir a ambos lados del cortejo. "Su Majestad ha de ir después de la Custodia y Preste, acompañándole los Grandes y gentileshombres de la Cámara y Mayordomos y los demás que concurren en semejantes funciones en la forma de que acostumbran y ha de cerrar la Guarda de Corps". El mismo traje del Rey determinaba la indumentaria de su séquito. Carlos II vistió de negro con golilla como en la Corte (Fig. 1) y, por ello, todos los Grandes, gentileshombres y criados adoptaron la misma vestimenta. Los conflictos de precedencia consustanciales al entramado corporativo en la sociedad del Antiguo Régimen determinaron la ausencia en la ceremonia del tribunal de la Inquisición y del cabildo secular.

Las lluvias dificultaron la exhibición de la Majestad y del poder del Cabildo toledano el día del Corpus. La acumulación de agua en los toldos dispuestos en las calles y en el suelo obligó a postergar la celebración del evento. Se optó por realizar una procesión menor con un recorrido limitado al entorno de la Catedral, en la que el Rey fue acompañado del Arzobispo, del Patriaca de las Indias y de algunos Grandes, como su Sumiller de Corps, el Conde de Benavente, el Caballerizo Mayor, el Almirante de Castilla, el Conde de Montijo, el Duque de Linares, el Marqués de Quintana, el Duque de Medina Sidonoa, el Condestable de Castilla y el Duque de Uceda. La mejora del tiempo permitió que se acabase celebrando la procesión general unos días después. Carlos II se engalanó para agasajar la eucaristía: "Su Majestad de Sala con el collar del Tusón y el sombrero cintillo de diamantes, y el que por su grandeza llaman Estanque y la perla Peregrina". En la procesión el Rey encarnó la pietas de la Corona y la dinastía, y se mostró muy gustoso durante la función, "y después su devoción cordialísima en obsequio de los misterios de Nuestra Santa Fe Católica".


Notas:

* Álvarez-Ossorio Alvariño, Antonio: "La piedad de Carlos II" en "Carlos II. El Rey y su entorno cortesano". CEEH, 2009.