domingo, 23 de noviembre de 2014

El Príncipe de Vaudémont: de la pérdida de la Lorena a último gobernador español de Milán (Parte V)

Después de un largo parón, retomo la biografía del Carlos Enrique de Lorena, Príncipe de Vaudémont y último gobernador español de Milán, biografía enmarcada en la serie de los últimos virreyes de Carlos II en Europa, hombres que fueron testigos del cambio dinástico desde su privilegiada y delicada situación. Esta serie comenzó ya hace algunos meses con el Príncipe Jorge de Hesse-Darmastadt, virrey de Cataluña y continuará con el Duque de Medinaceli, virrey de Nápoles, y con el duque Maximiliano Manuel de Baviera, gobernador de los Países Bajos.

Antes de empezar esta nueva entrega os dejo el link a las entradas precedentes para quien quiera releerlas:




Parte 4

Retrato del Príncipe de Vaudémont, Palacio de Commercy (Francia)

Podemos decir que la primera fase del gobierno de Vaudémont en Milán fue el periodo de ostentación y de su sueño principesco, durante el cual estuvo claramente decantado hacia el bando austracista-imperial, y durante el cual mostró un comportamiento de príncipe que quería gobernar el Estado de Milán con grandeza, como si se tratase de su auténtico soberano. Lo extraño que le resultaba el ambiente milanés fue atemperado con un estilo muy personal. Las cenas e invitaciones a palacio y la integración de la ya articulada corte que lo acompañaba a su llegada con la de los nobles lombardos; entre los cuales, además de los Borromeo y los Archinto, estaban los Isimbardi, los Litta, los Príncipes de Trivulzio, el Conde Rossi, representante del Duque de Parma; encontraron la perfección en el mecenazgo teatral y artístico y, sobre todo, en la reestructuración del teatro de la corte, ya puesta en marcha en la primavera de 1699. Fue cada vez más evidente que Vaudémont pensaba a lo grande, y que no se contentaría con ser simplemente el gobernador, sino que deseaba comportarse como príncipe y que además pensaba quedarse allí. Un indicio concreto fue la decisión de no alquilar, como ya había sucedido en el pasado, la residencia de verano, sino adquirir una en la zona de Gorla-Prescotto y acondicionarla a su gusto y necesidades. Allí, en la villa conocida como La Berlingera, en una especie de pavillon adquirido por el conde Cristoforo Angiolini, casado con Maria Guerra, hija del gran canciller, Vaudémont había creado jardines en donde se celebraban las fiestas que, parece ser, "videro scene degne di quelli d'Armida e di Alcina".

Para todo esto eran necesarios grandes medios y, no de forma casual, el príncipe-gobernador pretendió un tratamiento especial en lo respectivo al salario, pidiendo que se le diera el sueldo extraordinario también en tiempo de paz. Por lo demás, los gastos para recepciones y fiestas, la reconstrucción del teatro, la organización de los espectáculos y obras musicales, y el restablecimiento de la corte constituyeron una de las claves de su gobierno y, aunque extremadamente recompensadas por lo que se refiere a la visibilidad, repercutieron profundamente sobre las arcas públicas. Por consiguiente, cada año el magistrado ordinario se vio obligado a dictar ordenes excepcionales para recuperar los fondos necesarios destinados a retribuir al Gobernador, el cual, no obstante, dejó a su marcha una enorme deuda cuyo valor ascendía a más de 30.000 escudos.

La segunda fase de su gobierno (1701-1705) fue en la que, inesperadamente, eligió la opción filo-borbónica y tuvo que organizar la guerra. Por tanto, se vio obligado a re-ordenar su propio gobierno intentando establecer contactos con la clase militar. Antes hay que aclarar el cambio de su posición política y el abandono del apoyo al Imperio. Incluso ya antes de la muerte de Carlos II, Vaudémont estaba entre los que defenderían una opción austracista para la sucesión del Rey, pero se hallaba ahora aislado de la corte de Viena porque, junto al Conde de Melgar, había apoyado la candidatura del príncipe electoral de Baviera José Fernando, este proyecto se vio después truncado por la muerte del pequeño príncipe en 1699 y por una nueva hipótesis sucesoria sustentada por el mismo Emperador, por el embajador cesáreo en Madrid, Conde de Harrach, y por el Marqués de Leganés, que optaban por la opción del archiduque Carlos.

Además de esto, no hay que olvidar que el 13 de marzo de 1700 Luis XIV había firmado en Londres (y después en La Haya el 25) otros acuerdos en los que se establecían los nuevos criterios de repartición de la herencia de Carlos II. Al Delfín de Francia le corresponderían el Reino de Nápoles y Sicilia, los Presidios de Toscana, el Marquesado de Finale en la costa ligur, Guipúzcoa y el Ducado de Lorena. Esto suponía que el Duque de Lorena, Leopoldo, perdería el Estado reconquistado sólo dos años antes, como ya vimos, y se le compensaría con el Ducado de Milán.

En los acuerdos no se hacía ninguna referencia explícita al Príncipe de Vaudémont, aunque es sabido cuánto anhelaba el gobierno del Milanesado y cuanto había luchado para recuperar sus títulos y territorios en Lorena. Por lo tanto, era evidente que no se quedaría de brazos cruzados sin intentar volver a entrar en juego. Puesto que al lado de la Casa de Austria no había obtenido nada y que su valedor en la corte de Madrid, el Conde  de Melgar (Almirante de Castilla desde 1691) había perdido su influencia, y dado que en las consideraciones políticas de Luis XIV, la Lorena y el Milanesado, eran consideradas monedas de cambio para resolver los problemas del equilibrio europeo, después de la muerte de Carlos II, Vaudémont optó por seguir fiel al fallecido monarca, y aceptar su testamento en la persona de Felipe V. La total dependencia del nuevo Rey de su abuelo, la figura política más poderosa de ese momento, hacían que éste fuese el único del que podía esperar un favor y el único que (dado a los asuntos pasados de su padre), el fondo, le debía algo.

Al día siguiente de la toma de posesión de Felipe V, las noticias de los preparativos de una invasión de tropas imperiales en el Milanesado obligaron a Vaudémont a ponerse en contacto con la Congregación del Estado para predisponer el Milanesado a acoger a los contingentes auxiliares que el Rey de Francia se disponía a enviar, lo que supuso grandes tensiones entre este órgano y el Gobernador por temas salariales y de tratamiento de dichas tropas.

La caída de su máximo apoyo en la Corte, el Almirante de Castilla, así como su en principio franco-fobia ponían a Vaudémont en una situación de debilidad de cara a Madrid y París, lo que hacía importante para él mantener un cierto equilibrio y buscar aliados en las instituciones. La cada vez mayor influencia de Luis XIV, ya no sólo en los asuntos madrileños, sino también en el gobierno milanes, hizo entender al Príncipe que de poco podían ya servir los antiguos lazos entre los asiduos de su círculo, o los viejos patronazgos, por lo que de repente se encontró solo para afrontar un escenario nacional e internacional en continuo transformación.

CONTINUARÁ...

Notas

Álvarez-Ossorio Alvariño, Antonio: "Prevenir la Sucesión. El Príncipe de Vaudémont y la red del Almirante en Lombradía". Estudis: Revista de historia moderna. Nº 33, 2007.

* Cremonini, Cinzia: "El Principe de Vaudémont y el gobierno e Milán durante la Guerra de Sucesión Española", en "La pérdida de Europa. La guerra de Sucesión por la Monarquía de España" (ed. Antonio Álvarez-Ossorio, Bernardo J. García García y Virginia León). Fundación Carlos de Amberes, 2007.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Muere doña Cayetana de Alba, XVIII Duquesa de Alba


Fallece la noble con más títulos del mundo y gran figura de la sociedad española, doña María del Rosario Cayetana Fitz-James Stuart y Silva era XVIII Duquesa de Alba, XI Duquesa de Berwick, XVII Duquesa de Huéscar, IV Duquesa de Arjona, XVII Duquesa de Híjar, XI Duquesa de Liria y Jérica, X Duquesa de Montoro, XIII Duquesa de Almazán, XIV Condesa-Duquesa de Olivares, XVI Marquesa del Carpio, XI Marquesa de San Vicente del Barco, XVII Condesa de Aranda, XXII Condesa de Lemos, XIX Condesa de Lerín.condestablesa de Navarra y de Éibar, XX Condesa de Miranda del Castañar, XX Condesa de Osorno, XVIII Condesa de Palma del Río, XXIII Condesa de Siruela, XIII Condesa de Salvatierra y un largo etc, título que le reportan además 14 Grandezas de España.

Su fortuna, cifrada a 'ojo de buen cubero' como dijo su primogénito en una entrevista, se dice que era, según Forbes, de uno 3.000 millones de euros (lo que la situaba en el octavo puesto entre los españoles más acaudalados). Pero su mayor riqueza eran sus históricos bienes inmuebles (más de 20 castillos y palacios), entre los que destacan el Palacio de Liria de Madrid, el de las Dueñas de Sevilla y el d Monterrey en Salamanca, así como las numerosísimas y valiosas obras de arte que éstos albergaban pertenecientes con piezas de  Tiziano, Van Loo, Mengs, Goya, Murillo, El Greco, Fra Angelico, Veronés, Van Dyck, Velázquez, Renoir, Picasso...así como objetos y documentos tan destacados como el primer mapa de América, el testamento de Fernando el Católico, la primera edición de El Quijote o la famosa Biblia de Alba (1429).

Descanse de en Paz.

* Hace tiempo dediqué una entrada a los derechos de la Duquesa a la Corona de Escocia que dejo aquí nuevamente por si hubiera algún curioso: ¿La Duquesa de Alba, nueva Reina de Escocia?



lunes, 17 de noviembre de 2014

'Intension'

Aquí os dejo un precioso vídeo para empezar el lunes con música de mi banda favorita, Tool. Se trata del tema 'Intension' del legendario álbum '10,000 Days' (2006).

En breve retomaré la biografía del Príncipe de Vaudémont.


martes, 11 de noviembre de 2014

Medalla Napoleón a la venta


Por diversas razones he decidido desprenderme de esta joya. Se trata de la famosa medalla napoleónica conocida como Medalla de Santa Helena (Médaille de Sainte-Hélène). Es la primera vez que comunico algo así por este blog, pero he pensado que quizás entre los lectores de este blog haya algún interesado.

El precio (negociable) son 150€.

Su historia es la siguiente:

El 12 de agosto de 1857, tres días antes de la fiesta de San Napoleón, Napoleón III firma un decreto que dispone:

«Queriendo honrar por medio de una distinción especial, a los militares que combatieron bajo las banderas de Francia en las grandes guerras de 1792 a 1815. Hemos decretado y decretamos lo que sigue: / Art. I: una medalla conmemorativa es dada a todos los militares franceses y extranjeros de los ejércitos de tierra y de mar que han combatido bajo nuestras banderas de 1792 a 1815. Esta medalla será de bronce y llevará de un lado la efigie del Emperador, del otro por leyenda: “Campagnes de 1792 à 1815 / A / Ses / Compagnons / De gloire / sa dernière / Pensée / Ste-Hélène / 5 mai / 1821” (“Campañas de 1792 a 1815 / A / Sus / Compañeros / De gloria / su último / Pensamiento/ Sta-Helena / 5 de mayo / 1821”). Será portada en un listón verde y rojo, suspendida en el ojal…».

En ocasión de la apertura de la sesión legislativa de 1858, Napoleón III precisa «Quise que una medalla venga a recordar a todos los que habían servido en nuestros ejércitos, el último pensamiento de su jefe. Más de 300 000 hombres en Francia y en el extranjero, pidieron esta medalla, recuerdo de la epopeya imperial y al recibirla, pudieron decirse con orgullo: “Y yo también, formaba parte de la Gran Armada”, palabras que el Emperador en Austerlitz, tenía razón de mostrarles como un título nobleza.» Es decir, un homenaje a los compañeros de armas de su tío, el gran emperador Napoleón I Bonaparte.

La leyenda cuenta que un viejo grognard interrogado sobre su preferencia entre esta medalla y la Legión de honor, habría respondido: «la Legión de honor, todo el mundo es susceptible de recibirla, la medalla de Santa Helena, solo los antiguos grognards pueden vérsela otorgar». La primera distribución oficial tiene lugar en París el 15 de agosto de 1857. Napoleón III en persona condecora a su tío Jerónimo Bonaparte, antiguo Rey de Westfalia; al mariscal Vaillant, ministro de la Guerra; al almirante Hamelin, ministro de la Marina; a los mariscales Magnan y Pélissier, duque de Malakoff; al mariscal conde de Baraguey d’Hilliers; Ornano, gobernador de los Inválidos, y a múltiples generales y almirantes. Los eclesiásticos no son olvidados: S.S. el Papa Pío IX, veterano de los Guardias de honor en 1813; Monseñor Pilly, obispo de Châlons; el Sr. Laroque, cura de San Ambrosio en París. Y no olvidemos al legendario capitán Jean-Roch Coignet.

En derecho, solo los solicitantes que han probado haber servido en la Gran Armada pueden convertirse en condecorables. Sin embargo, numerosos veteranos no están en condiciones de presentar los documentos de sus estados de servicio, a menudo perdidos o incautados por los prusianos en 1815. 


CAROLVS II

viernes, 7 de noviembre de 2014

Las Ánimas de Bernini, nueva exposición en el Prado


Ayer se inauguró en el Museo del Prado una de las exposiciones de la temporada "Las Ánimas de Bernini. Arte en Roma para la corte española" (6 de noviembre de 2014-8 de febrero de 2015). A continuación una breve recensión: 

Gian Lorenzo Bernini (Nápoles, 1598- Roma, 1680) fue el más grande artista de la Roma barroca que desarrolló facetas de escultor, arquitecto, pintor, diseñador de fiestas y ceremonias, fuentes y otros repertorios ornamentales.

Las complejas relaciones diplomáticas y políticas de Roma con España se vieron reflejadas en los encargos a Bernini tanto de mecenas españoles en Roma (figuras tan fundamentales como el duque del Infantado, el cardenal Pascual de Aragón o el marqués del Carpio) como de la propia corona. Tienen que ver, muy especialmente con que Felipe IV buscara una presencia diplomática, religiosa y política en Roma, y financiara obras en algunas de las basílicas más simbólicas, desde San Pietro a Santa Maria Maggiore, así como se hicieran encargos para El Escorial o el Real Alcázar de Madrid.

La muestra se vertebra en tres secciones que ilustran la compleja relación de Bernini con España y, al tiempo, constituye casi una síntesis de su propia evolución como artista polifacético, recorriendo un rico itinerario desde algunos de los grandes proyectos arquitectónicos y urbanísticos a sus escenográficas capillas y esculturas, así como a sus fuentes, pinturas y dibujos para otros proyectos, ya fueran efímeros y festivos, decorativos o suntuarios

De entre todas las obras que se exponen en esta exposición, tienen especialmente interés para este blog dos que en su día traté en sendas entradas enmarcadas en la serie "Estatuaria Carolina" y que podréis releer pinchando sobre el título de las mismas. Me hacer particularmente ilusión la obra procedente de Tennessee (EEUU), ya que al pertenecer a una colección privada es muy rara de ver:

1. Carlos II a caballo, obra de  Giovanni Battista Foggini (1698). Museo del Prado de Madrid





jueves, 6 de noviembre de 2014

Tal día como hoy nacía Carlos II

Supuesto retrato de Carlos II recién nacido. Colección Stirling Maxwell (Pollock House, Glsgow), atribuido a Martínez del Mazo.

El príncipe Carlos José nació el domingo 6 de noviembre de 1661. La noticia corrió rápida por Palacio; una tensión enorme, apenas contenida hasta ese momento, se liberó, plena de alegría, por todas las estancias del Real Alcázar de Madrid. El embarazo de la reina doña Mariana había llegado felizmente a su fin, y esto era ya mucho, porque los días y meses anteriores habían sido terribles. El príncipe heredero de la Monarquía, el tan querido y cuidado Felipe Próspero, había fallecido apenas cinco días antes, el 1 de noviembre de ese mismo año de 1661, festividad de Todos los Santos (1). Se trató de una muerte trágica para Felipe IV y su esposa, que entonces se encontraba en un avanzado estado de gestación. La muerte del pequeño príncipe significaba que, otra vez, la Monarquía Católica quedaba sin un heredero masculino directo (2), lo que hizo que una inevitable sensación de pesimismo y fatalidad se extendiese por Palacio y por todas las ciudades y reinos de la Monarquía. Una muerte, la de don Felipe Próspero, niño de apenas cuatro años, que hirió como un puñal el corazón del envejecido Rey, que creyó, entonces ya con certeza, que Dios le había abandonado (3).

La reina doña Mariana, por su parte, no se sentía menos angustiada. Conocía muy bien los sentimientos de su real esposo. Había sido educada, desde su primera infancia, en las razones de Estado, y siempre supo lo que significaba la herencia dinástica (4), por eso entendía el dolor de su esposo, dolor providencial y político a la vez. Pero a todo ello había que unir también el dolor de un madre que había perdido ya a varios hijos y que se sentía sobrecogida por los dolorosos designios que el Altísimo le tenía reservados, designios que, sin duda, marcaron su áspero y rígido carácter. La muerte de Felipe Próspero, arrebatado tan pronto de la vida, no era sino el último episodio mortal de una larga sucesión de ellos, pues, en efecto, doña Mariana, había tenido una trágica experiencia maternal (5).

La noche de aquel trágico 1 de noviembre de 1661, un séquito armado de las guardias reales escoltó el traslado del cuerpo de Felipe Próspero hasta El Escorial. Lo encabezaban varios Grandes de España. Uno de éstos, el Duque de Montalto, dejó escritas sus tristes impresiones: “El desconsuelo grande en que nos hallamos por la muerte del Príncipe no es menor que el recelo del grave daño que puede ocasionar este accidente a la salud de Sus Majestades y al suceso del Preñado…” (6). Lo importante era precisamente esto último, el “preñado”, es decir, que transcurrieran bien los últimos días del embarazo de la reina doña Mariana y que el parto fuera bueno. Tan accidentados antecedentes ponían sobre aviso, mucho más cuando, probablemente, no hubiera otra oportunidad de conseguir descendencia, si se consideraba la avanzada edad del Rey, más de 56 años, pero sobre todo, su delicado estado de salud, cargado de achaques e inmovilizado del costado derecho. A toda esta terrible situación familiar y personal de Felipe IV, había que sumar además la situación de postración que vivía la Monarquía en aquellos años y que no hacía sino empeorar aún más el ánimo del monarca (hacía apenas dos años que se había firmado la famosa Paz de los Pirineros de 1659).

Por todo lo citado, los días que siguieron a la muerte de Felipe Próspero, el embarazo de la Reina, próximo a su desenlace, se convirtió en un asunto de primera Razón de Estado. El futuro de la Monarquía dependía de aquel suceso. El domingo 6 de noviembre todo parecía estar preparado. Los doctores y médicos, sobre aviso; el confesor de la Reina cerca de ella, y el Mayordomo Mayor de su Casa repasando con todo cuidado la disposición de los enseres de la cámara del natalicio. Para garantizar el éxito del mismo se habían dispuesto en orden todas las santas reliquias que se encontraban en Palacio y otras traídas desde El Escorial y otras partes. Allí estaba el báculo de Santo Domingo de Silos que la Orden de Santo Domingo había acercado, la cinta de San Juan Ortega, de la Orden de los Jerónimos; los cuerpos incorruptos de San Isidro y San Diego de Alcalá; la imagen de la Virgen de la Soledad y la tan venerada por la familia real Nuestra Señora de Atocha. Difícil encontrar un espacio tan santo y sacralizado. Todo, pues, estaba a punto, las cosas de la tierra dispuestas y en orden para implorar la complacencia de Dios.

Al mediodía, tras un almuerzo frugal, Felipe IV se retiró a sus aposentos. A la misma hora la Reina sintió molestias y se dirigió hacia su cuarto. La comadre, doña Inés de Ayala, y el protomédico de la Real Cámara, don Andrés Ordóñez, testigos ambos en 1634 del nacimiento en Viena de doña Mariana, la asistían ahora en su sexto parto, el más esperado de todos. Mariana de Austria tenía entonces 27 años. Dicen las crónicas que no hubo contratiempo alguno. Era la una de la tarde de aquel domingo, día de San Leonardo, cuando, según la Gaceta, “vio la luz de este mundo un príncipe hermosísimo de facciones, cabeza grande, pelo negro y algo abultado de carnes”. Era, desde luego, un comentario muy favorable, pero pronto corrieron por los mentideros de la Villa y Corte rumores en sentido contrario.

Aquel alumbramiento fue recibido con alborozo. A las tres de la tarde, cuando la noticia ya corría camino de todos los rincones de la Monarquía y de Europa, un Felipe IV, sobrio y elegantemente vestido de negro terciopelo, salía de su Cámara y, “acompañado del Nuncio, Grandes y Embajadores”, se dirigió hacia la Capilla de Palacio con toda la etiqueta cortesana. Allí, el cortejo real, presidido por el monarca, cantó un solemne Te Deum, comenzando así los festejos que, en honor del futuro Carlos II, ocuparon todo aquel mes de noviembre de 1661.

Días después, en todas las parroquias se celebraron misas y el bullicio popular se desató por ciudades, villas y lugares. Las celebraciones oficiales comenzaron de inmediato. Llegaron primero todos los Grandes, encabezados por dos Luis de Haro (7), el valido real, y presentaron su parabienes a los Reyes; siguieron los Consejos, luego los reinos, y la Villa de Madrid, con su corregidor y sus alcaldes de casa y corte. Fuera de Palacio, mientras tanto, la alegría popular organizaba una gran mojiganga para la tarde del domingo día 13. Presidió el Rey, desde Palacio, el desfile de carrozas, gozó con los juegos de disfraces, los requiebros graciosos y burlescos de las cuadrillas, etc. Un soneto decía: “es alegrías lo que llantos era […] y los que antes llevaban paso tardo/corren, saltan y bailan de contentos/sirviendo las campanas de instrumento”. El Rey, en medio de la algarabía, se asomó al balcón del Alcázar, mientras el pueblo le gritaba que bajase y, finalmente, con su coche en medio de la fiesta, recibió el reconocimiento de las gentes. Escribía así un poeta popular:


“…porque a su coche en medio le cogieron
todo allí se le postra y se le humilla
y rendidos aspectos le ofrecieron
y, sin faltar a nada en el decoro,
se fueron por la calle del Tesoro.” (8)

Por otra parte, cientos de hacedores de horóscopos pregonaban sus vaticinios. Los augurios aseguraban que el Príncipe llegaría a ser Rey. La mayor parte de las cartas astrales se mostraban entusiastas: Saturno era el planeta que enviaba sus mayores efluvios, un astro que se encontraba en el horizonte de la Corte de España, sin aspectos maliciosos, próximo a Mercurio y muy cerca del Sol. Todo eran signos positivos y el hecho, además, de haber nacido el día 6 lo ratificaba mejor todavía, porque este número era signo de “tantas y tan raras excelencias”.

Confianza, optimismo, y nuevo y recobrado entusiasmo Felipe IV trataba de controlar su regocijo, la etiqueta le imponía actitudes moderadas. Sabía bien que el Príncipe todavía se encontraba en período crítico y que las fiebres puerperales amenazaban, con frecuencia, en tales momentos. La experiencia del Rey en este punto era mucha. De salud del Príncipe poco se decía; que se encontraba bien y que gozaba de gran vitalidad, era la cantinela que se repetía constantemente, pero, con tantos y tan malos antecedentes, tales comunicados apenas significaban nada. Un gran secreto rodeaba el espacio central en el que el Príncipe iniciaba sus primeros días. Sólo se sabía que doña María Engracia de Toledo, marquesa viuda de los Vélez, había sido designada como su aya (9). A ella correspondía vigilar todas las tareas de aquella crianza, entre ellas asegurar que María González de la Pizcueta, natural de Fuencarral, y designada como primera nodriza de Carlos, alimentase al pequeño príncipe. Mientras tantos, crecían los rumores sobre la salud del niño.

El día 19 de noviembre se recibió en Madrid la noticia del nacimiento del delfín Luis, hijo de Luis XIV y la reina María Teresa, hija de Felipe IV, que había venido al mundo el día 1 de noviembre, es decir, en la misma fecha en que su tío, el príncipe Felipe Próspero fallecía, y apenas cinco días antes de que lo hiciera su otro tío, el futuro Carlos II. Luis XIV comunicó a Madrid, alborozado, la noticia del feliz nacimiento y mostró enseguida el deseo de enviar pronto un retrato del mismo para que su abuelo español pudiera conocer de primera mano la firmeza de la vida que surgía pujante del linaje del trono francés. Frente a actitudes tan provocadoras, en el viejo Alcázar, por el contrario, se optó por el silencio frío y cortés.

A modo de conclusión, es curioso señalar como en apenas cinco días de ese mes de noviembre de 1661 se fraguó el futuro de España y Europa con un fallecimiento y dos nacimientos que sellaron su historia, ya que recordemos que el Delfín Luis sería el padre del futuro Felipe V, heredero designado por su tío-abuelo Carlos II en su último testamento de 1700 y primer rey de la dinastía borbónica en España.


Fuentes principales:

* Conteras, Jaime: “Carlos II el Hechizado. Poder y melancolía en la Corte del Último Austria”. Temas de Hoy, 2003.

* Maura y Gamazo, Gabriel: “Carlos II y su Corte”. 2 vols. Madrid, 1911.


Notas:

(1) Resulta curioso el hecho de que ambos hermanos, Carlos II y Felipe Próspero, que jamás llegaron a conocerse, murieran en la misma fecha. Para saber más sobre el desgraciado heredero, consúltese mi entrada: “La familia del Rey, los hermanos de Carlos II: el príncipe Felipe Próspero”.

(2) Recordemos que en la Monarquía Hispánica, a diferencia que en Francia, las mujeres podían reinar, lo que hacía que tras la renuncia de la infanta María Teresa, por su matrimonio con Luis XIV, y en espera del nacimiento de un posible hijo varón, la infanta Margarita Teresa pasase a ser nuevamente la heredera de la Monarquía, como ya lo había sido desde su nacimiento y hasta la muerte de su hermano Felipe Próspero. Para saber más sobre el tema consúltese mi entrada: “La familia del Rey, los hermanos de Carlos II: Margarita Teresa de Austria, infanta de España y emperatriz de Alemania”.

(3) Felipe IV siempre tuvo grandes problemas de conciencia debido a su vida pecaminosa, algo a lo que achacaba la ruinosa situación de la Monarquía. Esta desazón queda reflejada en su correspondencia con sor María de Ágreda, la monja que se convirtió en su consejera espiritual durante los últimos años de su reinado. La misma se puede consultar en el libro: “María de Jesús de Ágreda, Correspondencia con Felipe IV. Religión y razón de Estado”. Castalia, 1991.

(4) Sobre los primeros años de doña Mariana de Austria léase mi entrada: "La familia del Rey I: La reina madre doña Mariana de Austria (Parte 1)".

(5) Además de la muerte del príncipe Felipe Próspero, doña Mariana de Austria tuvo que sufrir la del infante Fernando Tomás (1659), la de la infanta María Ambrosia (1655) y la de otra niña que nació muerta en 1656.

(6) G. Maura y Gamazo: “Carlos II y su Corte”. Tomo I (1661-1669), pp. 30 y 31

(7) Don Luis de Haro moriría apenas 20 días después, el 26 de noviembre de ese mismo año.

(8) E. Salvador Esteban: “La Monarquía y las paces europeas” en José Alcalá-Zamora y E. Berenguer (coords.), “Calderón de la Barca y la España del Barroco”. Vol. II. Centro de Estudios Políticos y Constitucionales. Madrid, 2001. Pp. 222-224.

lunes, 3 de noviembre de 2014

La Condesa de Berlepsch, un ambición femenina en la Corte de Carlos II (Parte II)

Castillo de Myllendonk

La crisis de la posición cortesana de la Condesa de Berlepsch hizo que ésta agilizase sus oficios para obtener tanto las mercedes pecuniarias napolitanas como la adquisición de un señorío en el Imperio, tanto para la Reina como para sí misma. El embajador imperial Harrach informaba a Leopoldo I de que el padre Gabriel de Chiusa le había comentado de forma confidencial como la reina Mariana de Neoburgo no permanecería en España tras la muerte de su marido, además de las negociaciones que llevaba a cabo para hacerse con varios principados en el Sacro Imperio, habiéndosele ofrecido, a la altura de julio de 1699, dos pequeños estados soberanos. Según Harrach, la Berlepsch ya era poseedora de un feudo cerca de Colonia que le fue vendido por el Príncipe de Croy por la alta suma de 120.000 escudos. Llegado el otoño, el embajador imperial notificaba las nuevas procedentes de la corte de Madrid sobre la pretensión de Marie Gertrude de hacerse con feudos germánicos: el embajador rectificaba su inicial comentario, afirmando que no se trataba de un principado, sino de una villa y predio del Príncipe de Croy llamada Müllendorf sobre la que aspiraba la Berlepsch a que el Emperador la elevase a condado. La compra se habría realizado con capital disponible de la Condesa, aunque debía acabar de pagarla con el dinero que se esperaba recibir de Nápoles.

La adquisición de Müllendorf (también conocida como Myllendonk) se producía, como acabamos de decir, en un momento muy desfavorable para la Condesa en Madrid. El conocido como Motín de los Gatos del mes de abril había puesto en entredicho la capacidad de la Reina y de sus apoyos políticos para guiar las riendas de la Monarquía. Cada vez eran mayores las voces que clamaban contra la camarilla alemana y la facción del Almirante de Castilla, solicitando al Rey la expulsión de sus miembros de las altas esferas de la Corte. Pese a ello, Berlepsch se negaba a abandonar a su soberana, al menos si no alcanzaba las prohibitivas peticiones que elevó a la gracia real. Parece ser que la Condesa solicitaba los réditos del feudo napolitano de Torre del Greco, una pensión en renta segura o 36.000 doblones al contado como dote para su sobrina, un destino ministerial para su hijo primogénito y otra plaza ordinaria en el Consejo Supremo de Flandes para el segundogénito.

A pesar de la desproporcionada ambición de la Condesa, la necesidad de parte de los consejeros del Rey de deshacerse de tan incómoda persona hizo que se discutiera la forma de contentarla en varias de sus pretensiones. En estos cruciales días de 1699, el doctor Christian Geelen registraba la forma en que se planteó la entrega del capital adeudado a la Berlepsch: con cumplir con este objetivo, los 300.000 escudos que valía el feudo de Torre del Greco sin necesidad de esperar comprador, se negociaba con el Marqués de Francavilla una letra por valor de 200.000 escudos sobre Ámsterdam que sería garantizada sobre la renta de Cruzada; a la par, se estudiaba la forma de proveer una cantidad razonable de dote para su sobrina y cierta ayuda de costa para el viaje que las llevaría a Alemania.

Los tratos abiertos con el asentista genovés Grillo establecían una compleja red de cambistas sobre el capital teóricamente acumulado por el virrey Duque de Medinaceli para resarcir la merced otorgada a la Condesa de Berlepsch. Ante una posible venta de los feudos napolitanos, Grillo daba su placet al giro de letras que desde Nápoles había de remitir el Marqués de Acaia "hasta en cantidad de la valor de ciento y veinte mill pesos de a diez carlines con el cambio que se ajustare con el dicho virrey". Su corresponsal en la Corte de Madrid era un tal Pietro Andrea Boero, quien daría a Francavilla los réditos correspondientes a la letra girada a Ámsterdam días atrás. Al mismo tiempo el Consejo de Italia acordó la remisión al Duque de Medinaceli de una orden para que se valiese de cualquier efecto fiscal, a excepción del pan de munición de Milán, en su recogida de "las cantidades que restan de satisfazer a la condesa", tomando de nuevo las partidas que hubiera dado a los procuradores de la Berlepsch en Nápoles. La presteza con que Carlos II y sus ministros resolvieron la contratación de los servicios de Grillo y despacharon las órdenes al virrey Medinaceli no sólo iban dirigidas a acelerar el viaje a Viena de la Condesa, sino también para poder poner fin a un interminable proceso venal que, pese a las altas instancias participantes, se había enquistado tanto en la corte virreinal napolitana como en Madrid.

Todas estas acciones generaron un gran escándalo entre los ministros españoles, ya que éstos veían como sus cobros se retrasaban ante la prioridad que se daba a los de la Berlepsch. Sin embargo, la opción neerlandesa del pago de la merced a la Berlepsch fracasó por la oposición de los hombres de negocios de Ámasterdam, si bien se siguieron haciendo oficios por parte de Grillo para hacer buena la oferta lanzada desde Madrid. Paralelamente Carlos II concedía una pensión de 8.000 escudos sobre las rentas de Güeldres, de más fácil cobro para la Condesa, a la par que se trataba de rebajar la pretensión de su sobrina fräulein Cram sobre su dote (40.000 escudos y un toisón de oro para el marido) o de la enana Bárbara para la pensión anual que deseaba. Como relata Harrach a finales de 1699, la fortuna aun sonreía a la Berlepsch, pues doña Mariana de Neoburgo intercedió a su favor para que se asegurara la entrega de la renta napolitana en el siguiente mes de marzo y le fueran fijas las otras dotaciones en los Países Bajos: según órdenes dadas al secretario del Consejo de Flandes, el Rey otorgaba a Marie Gertrude el dominio directo sobre la tierra de Müllendorf/Myllendonk "que es señorío agregado a la provincia de Güeldres, distante diez u doze leguas de ella, cuyo territorio dice tiene comprado", a la par que se libraban los gajes correspondientes a su salario como consejero de Flandes al primogénito de la Condesa durante el tiempo que estuviera acompañándola en el viaje que aquélla haría a sus posesiones nórdicas.

En carta de 8 de abril de 1700, el exultante embajador imperial Harrach se congratulaba con su padre de la salida definitiva de Marie Gertrude von Berlepsch de la Corte de Madrid, acaecida el 31 de marzo anterior. Acompañada de su hijo, su sobrina y la enana Bárbara, y por una escolta de 60 criados armados y una compañía del regimiento de Toledo, la Condesa partía, ante el alborozo popular, a la frontera francesa, con ánimo de pasar a París, Bruselas, Müllendorf/Myllendonk y Viena. Con ellos se ponía fin a su polémica privanza sobre Mariana de Neoburgo y Carlos II, durante la cual supo promocionar hacia altas cotas de poder a su oscuro linaje en la turbulente última década del siglo XVII español.

Con su salida de Madrid, la suerte cortesana de la Berlepsch había llegado a su fin. Aparte del disgusto que causó en Mariana de Neoburgo el matrimonio de fräulein Cram, sobrina de la Berlepsch y su antigua camarista, con el segundogénito de la Condesa, el Archimandrita de Mesina, el nuevo Rey de España, Felipe V, a su llegada a Madrid, no vio con buenos ojos la desmesurada munificencia que se había obrado con la aristócrata alemana. A los pocos meses de su subida al trono, Felipe V dirigía al gobernador interino de los Países Bajos, don Isidro de la Cueva-Benavides, Marqués de Bedmar, un real despacho por el que le instaba a "ordenarme que haga embargar y ocupar el feudo y señorío que la condesa de Berlips ha comprado, situado entre la villa de Colonia y la provinçia de Güeldres, como asimismo suspender y çesar todo lo que se le ha conçedido y consignado en los dominios de estos Estados por los motivos que se çitan en el mismo despacho". Bedmar, siguiendo la petición real, cursó las órdenes correspondientes al Consejo Privado y al Consejo de Finanzas bruselenses para que registraran el imperativo regio y pusieran fin a las prebendas que la antaño todopoderosa Condesa de Berlepsch había obtenido gracias a su cercanía e influjo sobre los Reyes de España.

Detalle de la lápida del primogénito de la Condesa de Berlepsch en la Catedral de Rheingau (Geisenheim, Alemania) en el que se puede apreciar el escudo de armas de la familia Berlepch. 

Ahí no paró la presión de Felipe V contra la familia Berlpesch. Pocos meses después el soberano borbónico ordenó el embargo de los frutos del almidrantazgo de Mesina, propiedad de Peter Philipp, el hijo menor de la Condesa, a causa de las deudas contraídas, así como por su supuesta participación en conspiraciones austracistas en Sicilia por medio de sus agentes sicilianos. Junto al secuestro de las pingües rentas que gozaba en la Isla, se ordenó una investigación al Marqués de Bedmar y al Duque de Parete, embajador en Viena, para saber si había contraído matrimonio, como se defía con fräulein Cram, su prima. Los pareceres positivos en las respuestas de ambos ministros (Parete supo por el propio Peter Philipp von Berlepsch que se había desposado con su prima en Colonia y posteriormente supo que se había bautizado en Viena al primogénito del matrimonio), así como el conocimiento que se tenía de la participación del Archimandrita en el Consejo Áulico del emperador Leopoldo I, llevaron al Consejo de Italia a pedir la revocación de la merced concedida en su persona, y el envío de la nómina por parte del Virrey de Sicilia para cubrir la vacante, puesto muy codiciado entre la aristocracia italiana.

Parece ser que de vuelta a Viena, la Condesa y sus hijos, que habían sido ya elevados a Condes del Imperio en 1695 estando aun en Madrid, recibieron ciertos privilegios en tierras bohemias, que posteriormente fueron ampliados por el emperador José I (1705-1711). Por otra parte, en 1706, la Condesa de Berlepsch fue elegida como la primera abadesa de la recién fundada Capilla de los Ángeles de la ciudad nueva de Praga para mujeres nobles, cargo que llevaba parejo el título de Princesa del Imperio. Por otra parte, el 22 se septiembre de 1706 el Emperador otorgó a la nueva Abadesa y a sus hijos los príncipes imperiales un nuevo escudo de armas.

La Condesa de Berlepsch sobreviviría a sus dos hijos (1), muriendo en el año 1723 en su dominio de Müllendorf/Myllendonk, lo cual indica que pese a los mandatos de Felipe V, la Berlepsch debió de ser restituida por el Emperador en la soberanía del mismo tras la conquista imperial de los Países Bajos españoles a consecuencia de la Batalla de Ramillies (23 de mayo de 1706), que suponía el fin de 200 años de presencia española en aquellas tierras, ahora reducida a una pequeña franja de terreno en torno a Namur y Luxemburgo, que serían cedidas al elector Maximiliano II Mauel de Baviera en 1712.

Finalizaba así la vida de una mujer con una ambición desmesurada y que desde casi la nada se había conseguido aupar a los puestos decisorios de una Monarquía que, aunque moribunda, seguía siendo la más extensa del mundo y que seguía ofreciendo multitud de oportunidades para aquellos que querían subir en el escalafón social y económico, como demostraría la colocación en importantes puestos de su parentela. Y ni siquiera su alejamiento de la Corte de Madrid acabó del todo con su fortuna, ya que sus buenas conexiones en la Corte de Viena le permitieron seguir gozando de un elevado nivel de vida hasta el final de sus día.

FIN

Notas:

(1) Su hijo primogénito Sittich Herbold moriría en 1712 dejando viuda y una hija de corte edad, mientras que su hermano Peter Philipp, el Archimandrita de Mesina, fallecería en 1721.

Fuentes: 

* Quirós Rosado, Roberto: "De mercedes y beneficios: negociación intermediarios y política cortesana en la venta de los feudos napolitanos de la Condesa de Berlepsch (1698-1700)". Universidad Autónoma de Madrid, 2004.

sábado, 1 de noviembre de 2014

Tal día como hoy moría Carlos II

 Muerte de Carlos II, grabado de Pieter van der Berge (c. 1700). Museo de Historia de Madrid..

El 24 de octubre de 1700 comenzaba la larga agonía de Carlos II, una agonía que se prolongaría hasta el 1 de noviembre, fecha en que se produciría la muerte del Rey. La descripción que del suceso hacía el doctor Christian Geelen en una carta al Elector Palatino, hermano de la reina Mariana de Neoburgo. era sumamente breve:

Lleno de aflicción he de dar a Vuestra Alteza Electoral la noticia de la muerte del rey, acaecida el día de Todos los Santos hacia las tres de la tarde, después de cuarenta y dos días de flujo de vientre, agravados los últimos cuatro por una apoplejía”. 

Mucho más detallada era la descripción del embajador de Luis XIV, Marqués d’Harcourt:

Una hora después de la salida del correo que envié a Vuestra Majestad, el Rey Católico mejoró algo. Le dieron leche de perlas y descansó un poco, aunque continuó la diarrea. A las seis, tomó un caldo y descansó hasta las dos de la tarde del 29, en que subió la fiebre. A las cuatro, le sobrevino un leve desmayo, respirando difícilmente, perdido el oído y con grandes dolores de vientre. Hubo consulta de médicos; se acordó ponerle cantáridas en los pies y pichones recién muertos en la cabeza, para evitar los vahídos; y se practicó así, hasta las nueve de la noche. Hace cuatro o cinco días se están sacrificando carneros, para aplicarle las entrañas humeantes aún sobre el estómago y a flor de piel, a fin de devolverle el calor natural. Pasó la noche del 29 al 30 delirando y en continua inquietud, acentuándose este síntoma hacia las diez de la mañana. Estuve en palacio al mediodía, como de costumbre, y me dijeron que agonizaba. No tenía apenas voz, según me comunicó el Nuncio, quién acababa de verle y bendecirle junto a su lecho; nadie creía posible que llegase a la noche; los médicos hacen cuanto pueden por prolongar su existencia y le dieron un líquido que se llama Agua de la Vida, que le hizo sudar cuatro horas sin interrupción, y le devolvió el uso de la palabra, casi perdida desde que le acometió un estertor continuo. A las diez de la noche de ayer estaba bastante tranquilo; no lo ha pasado mal, consiguiendo dormir y tomando tres caldos hasta las siete de la mañana. Se le creyó agónico hacia las once y se rezaron las oraciones por los agonizantes. A las diez había reaparecido la fiebre”.

El martes, día dos de noviembre, se procedió al embalsamamiento del cadáver:

“…le han hallado todas las entrañas, hígado y bazo de tan mala calidad que era imposible vivir, sin sangre, con una piedra en la vejiga, y el corazón tan consumido y seco que ha manifestado bastantemente el trabajo que ha padecido Su Majestad”.

Una muerte que supondría la desaparición de la Casa de Austria en España y la implantación de la nueva dinastía borbónica en el torno de Madrid (que aún hoy perdura) gracias al último testamento del Rey que nombraba como su sucesor al hasta entonces Duque de Anjou, Felipe de Borbón.