jueves, 24 de noviembre de 2011

Exposición: “La Orden del Toisón de Oro y sus soberanos (1430-2011)”


La Fundación Carlos de Amberes* (C/Claudio Coello 99 - Madrid) organiza desde el próximo día 1 de diciembre de 2011 y hasta el 26 de febrero de 2012 la exposición “La Orden del Toisón de Oro y sus soberanos (1430-2011)”, un recorrido por la historia de la más prestigiosa orden de caballería europea y máximo reconocimiento que entrega el Rey de España, jefe y soberano de la misma. A continuación las descripción que la propia Fundación Carlos de Amberes hace de la misma:


Collares del rey de España y del Duque de Wellington, obras de maestros como Cranach, Velázquez, Rubens, Carreño de Miranda, Pantoja de la Cruz, Velázquez, Goya y la célebre pintora renacentista Sofonisba Anguissola, esculturas de Pompeo y Leone Leoni, tapices, códices, y armaduras de caballeros procedentes de las mejores armerías de Europa (la Imperial de Viena y la Real de Madrid)…

La Fundación Carlos de Amberes presenta un recorrido artístico que descubre la historia y las tradiciones de la orden de caballería de mayor prestigio y exclusividad en la historia de Europa: la Orden del Toisón de Oro (Brujas, 1430), cuyo Jefe y Soberano es el Rey de España, en la actualidad S.M. el rey Juan Carlos I.


La exposición presentará la evolución de esta institución que Felipe el Bueno, duque de Borgoña, fundó para defender los ideales caballerescos, y cuya soberanía pasó a la corona de Castilla cuando Felipe el Hermoso, hijo y heredero de María de Borgoña, se casó con Juana I de Castilla.

Juan de Austria, héroe de Lepanto, Wellington y Bismarck han formado parte de esta institución a la que pertenecen todos los monarcas europeos actuales, el Rey de Arabia Saudí, el Emperador de Japón, y destacadas personalidades como Adolfo Suárez, Víctor García de la Concha y Javier Solana.


El nombre de la orden se refiere al mito griego del vellocino de oro, regalo de los dioses, que aportaba prosperidad a quien lo poseyera. Evoca, como ejemplo caballeresco, el heroísmo que demostraron Jasón y los argonautas, de los que formaba parte Hércules, para repatriar a Grecia, desde la asiática ciudad de Colquide, el precioso talismán cuya imagen pende de los collares que todavía se entregan a los caballeros en su investidura.


De sus orígenes borgoñones le viene a la Orden del Toisón su santo patrono, San Andrés, cuya fiesta es el 30 de noviembre, fecha de la inauguración. La muestra estará presidida por la obra maestra de Rubens, perteneciente a la Fundación Carlos de Amberes desde 1639: El martirio de San Andrés, que representa al apóstol. La cruz en forma de aspa, llamada de Borgoña, fue el emblema de los tercios de Flandes y todavía forma parte de los escudos de rey y de las fuerzas armadas españolas.


La exposición, organizada por la Fundación Carlos de Amberes con la colaboración especial de Patrimonio Nacional, cuenta con el patrocinio de Telefónica, Renfe, Banco Popular y la Fundación Ramón Areces y la colaboración de Banco Santander y el Ministerio de Cultura, dará lugar a la publicación de un catálogo y a unos talleres infantiles en Navidad y a la realización de un documental en el que colaboran Televisión Española y Canal Historia”.


Más información aquí.


* La Fundación Carlos de Amberes es la materialización de un deseo expresado por un flamenco que en 1594 legó en Madrid toda su fortuna para crear esta institución, y que cuatrocientos años después sigue plenamente activa. Reforzada tras el replanteamiento de los objetivos originarios, y dispuesta a entrar en el siglo XXI manteniendo los vínculos históricos entre los territorios que formaron parte de la Monarquía Española durante los siglos XVI y XVII, coopera a través de todo tipo de iniciativas con estos paiíes (Bélgica, Holanda, Luxemburgo y el norte de Francia) en la aventura de construir un gran espacio común: la Europa Unida.


Bajo la Presidencia de Su Majestad el Rey integran el Patronato de la Fundación entre otros: al Jefe de la Casa de S.M., los embajadores del Reino de Bélgica, del Gran Ducado de Luxemburgo y del Reino de los Países Bajos en Madrid, el Presidente de la Comunidad de Madrid, el Alcalde de Madrid, el Secretario General y Alto Representante de la PESC de la Unión Europea, el Presidente de la Comunidad Urbana Lille Métropole, el Presidente de la Asociación de los Amigos de la Fundación Carlos de Amberes en Bélgica, el Director General del Patrimonio del Consejo de Europa en Estrasburgo y representantes de instituciones y empresas españoles y del Benelux.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Carlos II y el dogma de la Inmaculada Concepción

*Nota: entrada dedicada al bloguero José Luis de la Mata Sacristán, que con un comentario en mi anterior entrada sobre la Inmaculada Concepción me animó a escribir esta entrada.

La geneaología biblíca de Carlos II. Portada del "Reyno de Dios" (1672). Biblioteca Nacional de Madrid.


El culto a la Inmaculada Concepción pone de relieve la proyección de antiguas devociones populares en la corte regia. Era una opinión originada en la Iglesia griega que comenzó a arraigar en la Cristiandad occidental en el siglo XII. La posición maculista de santo Tomás de Aquino vinculó a los dominicos a la postura adversa a la pía opinión. La pugna entre dominicos y franciscanos sobre esta cuestión se agudizó a partir del siglo XIV. En los reinos españoles la devoción se extendió en la Iglesia y los tronos regios en el periodo bajo-medieval (1). Carlos V y Felipe II evitaron pronunciarse expresamente sobre esta controversia, aunque defendieron los planteamientos lulistas a favor de la Inmaculada. Durante los últimos años del reinado de Felipe III la piadosa opinión se convirtió en un asunto primordial en la Corte, desbordando su dimensión teológica para adentrarse en la pugna de facciones políticas.


El origen de este contagio a la Corte de fervor inmaculista se encontraba en Sevilla, cuyo arzobispo, don Pedro de Castro y Quiñones, protegió a partir de 1615 las iniciativas de franciscanos y jesuitas para promover la definición dogmática en Roma. Desde 1615 en Sevilla aparecieron numerosas obras teológicas a favor de la pía opinión, con el amparo de aristócratas como los Duques de Béjar y de Medina Sidonia (2). De ese modo, el clero hispalense asumió un papel protagonista en la defensa y difusión de cultos en la Monarquía Hispánica, al igual que ocurrió después con la imagen del rey santo Fernando III (canonizado en 1671). En 1617 numerosas universidades españolas formularon el juramento inmaculista. La corte regia acogió y potenció las iniciativas a favor de la pía opinión. Las mujeres de la familia real desempeñaron una labor determinante en la promoción del misterio mariano, desde la reina Margarita de Austria, esposa de Felipe III, tan afecta a esta devoción, hasta sor Margarita de la Cruz, hija de la emperatriz María, residente en las Descalzas Reales. Mediante juramentos de corporaciones y embajadas inmaculistas a Roma, el Rey y su entorno intentaron conseguir que se avanzara en la declaración dogmática del misterio, frente a las resistencias de algunas autoridades destacadas de la Iglesia, lideradas por la orden dominica (3).


Una oleada de fervor inmaculista se extendió a los reinos españoles durante años, con la estusiasta participación de ciudades y nobleza, reflejada en numerosas publicaciones a favor de la pía opinión. En el culto a la Inmaculada confluyeron la devoción popular con los credos promovidos de forma consciente y sistemática por la corte regia. A principios de 1616, a instancias de los predicadores jesuitas y franciscanos, Felipe III había dispuesto la creación de una Juanta de la Inmaculada Concepción, encargada de facilitar la declaración dogmática del misterio en Roma y, mientras tanto, de promover la expansión del culto por los reinos de la Monarquía, dificultando los posicionamientos teológicos adversos (4). En la devoción a la Inmaculada se mezclaban cuestiones de política territorial, como el deseo de que la Virgen protegiese ante la corte celestial la unidad de la Monarquía de España, con comportamientos dinásticos. Durante los siglos XVI y XVII en el proceso de configuración de unas señas de identidad propias, la Casa de Austria dedicó un particular énfasis a la “pietas mariana” como uno de los fundamentos de la “pietas austriaca”, verdadero pilar de la legitimación socio-política de la dinastía tanto en Madrid como en Viena (5).


Felipe IV jurando defender la doctrina de la Inmaculada Concepción, obra de Pedro de Valpuesta (h. 1634-1666). Museo de Historia de Madrid.

Durante el largo reinado de Felipe IV prosiguieron las gestiones en Roma a favor de la Inmaculada. Con todo, sólo en la última década del reinado el monarca se aplicó a fondo a promover en los reinos españoles la adhesión a la pía opinión (6). En un complejo contexto de pugnas entre las órdenes religiosas con implicaciones en las competencias entre los grupos de poder en la Corte, el soberano impuso el elogio inmaculista, lo que provocó un conflicto abierto con los dominicos (7). La política de autoridad y de hechos consumados impulsada por el Rey en cuestiones espirituales alcanzó unas cuotas de intensidad poco acostumbradas. En el entorno del soberano se asociaba la lid por la Inmaculada con la garantía de la sucesión a la Corona y la conservación de la unidad de la Monarquía, implicada en aquellos años en las campañas para la recuperación de Portugal. Para apaciguar la ira de Dios por los pecados privados del Rey y públicos de sus súbditos, Felipe IV intentó conseguir la mediación de la Virgen como su “abogada” ante la corte celestial, promoviendo vivamente ante la Sede Apostólica la definición del dogma de la Inmaculada Concepción.


La muerte de Felipe IV en septiembre de 1665 supuso una moderación coyuntural de la tensión existente en la Corte y en los reinos españoles en torno a la Inmaculada.La reina regente, doña Mariana de Austria, dispuso que la Junta de la Inmaculada Concepción se continuase reuniendo cada semana. La presión de la Corona en la corte romana se orientó a extender el rezo inmaculista en las provincias europeas de la Monarquía, solicitanto al Papa el permiso para imponerlo en los Reinos de Nápoles, Sicilia, el Estado de Milán y los Países Bajos. El confesor de la Reina, el jesuita Everardo Nithard, era uno de los exponentes más destacados de la Junta de la Inmaculada. Nithard asumió el puesto de Inquisidor General y un papel protagonista en el gobierno de la Monarquía. Con todo, su ministerio fue combatido por la aristocracia española y no puso consagrarse a promover la pía opinión ante el Papa. En cambio, la caída de Nithard en 1669 y su traslado a Roma, donde acabó ejerciendo la representación diplomática de la Corona, constituyeron un poderoso impulso a la extensión de este culto en Italia. En el Reino de Nápoles y el Estado de Milán se impuso el juramento inmaculista a las corporaciones, provocando una ruidosa controversia con la corte romana a partir de 1672. Nithard desempeñó un papel decidido en la defensa teológica y jurídica de la imposición del juramento en las universidades del Reino de Nápoles.


Retrato del cardenal Juan Everardo Nithard junto a un lienzo de la Inmaculada Concepción, hecho que evidencia su papel en Roma en defensa de la pía opinión. Obra de Alonso del Arco (h. 1674). Museo del Prado de Madrid.

En noviembre de 1675 Carlos II alcanzó la mayoría de edad y comenzó en términos legales su reinado personal, aunque su madre continuase dirigiendo la Monarquía. La Junta de la Inmaculada felicitó al soberano, asociando la promoción de la Purísima Concepción a la conservación de la Monarquía. A principios de 1677 el acceso de don Juan José de Austria al ministerio señaló una progresiva moderación en los conflictos con Roma por la pía opinión, manteniéndose las gestiones de forma discreta durante tres lustros hasta que la Inmaculada volvió a adquirir un papel clave entre las prioridades espirituales del Rey Católico.


Al igual que había ocurrido durante los reinados de su padre y su abuelo, los últimos años de Carlos II estuvieron encaminados a promover en Roma la definición dogmática del misterio inmaculista. La maltrecha salud del monarca, la ausencia de sucesión directa al trono y la guerra abierta con Francia en Europa propiciaron un nuevo impulso a la devoción mariana. Desde la perspectiva del entorno del Rey, la Inmaculada era la abogada de la Monarquía de España en la corte celestial. Si se obtenía la definición por el Papa, la Virgen María recompensaría este servicio mediando ante la divinidad para conseguir las ansiadas mercedes: el nacimiento de un heredero y la conservación de la integridad territorial de la Monarquía en Europa .Sucesión y conservación eran el norte de la piedad del Rey, quien como Nuevo Salomón multiplicaba sus actos devotos en exaltación de los misterios de la fe católica en las postrimerías de la centuria.


Entre 1693 y 1699 la Inmaculada se convirtió en el eje de las instancias al Papado por parte del Rey de España. En 1693 la publicación de un breve de Inocencio XII en el que se disponía el rezo del misterio de la Concepción con octava de precepto con carácter doble de segunda clase en la Iglesia Católica avivó las expectativas de la familia real. En diciembre de 1695 Carlos II se implicó personalmente en el impulso de la definición dogmática. El Rey escribió al cardenal Luis Fernández de Portocarrero, presidente de la Junta de la Inmaculada y arzobispo de Toledo que:


deseando continuar el fervoroso celo que los señores Reyes mi Padre y Abuelo (que están en gloria) solicitaron el mayor culto de la Purísima Concepción de Nuestra Señora, para obligar por medio de su auxilio a que su hijo Santísimo mire con piedad las presentes necesidades de esta Monarquía, ordeno a la Junta de la Concepción me informe del estado que actualmente tiene este Soberano misterio, y de los medios de que se podrá usar para adelantarle hasta su última definición, esperando que no omitirá reflexión ni diligencia que conduzca a fin tan importante y de mi primera devoción” (8)


En 1696 el interés del monarca y las gestiones del Duque de Medinaceli en Roma, obtuvieron nuevos logros. La Congregación de los Ritos aprobó la aplicación del título de “Inmaculada” a la Concepción de la Virgen. En la corte pontificia se movilizaron los cardenales afectos a la Corona española, entre los que destacaba el cardenal Francesco del Giudice, que contrarrestaban la animadversión de los dominicos a la pía opinión.


Desde Roma, en febrero de 1698 el cardenal José Sáenz de Aguirre expuso al Rey la estrategia para conseguir la definición del misterio de la Inmaculada (9). Aprovechando la coyuntura de paz en la Cristiandad, el cardenal recomendó a Carlos II que escribiese a los reyes y príncipes de Europa para apoyar la definición de la Inmaculada:


de cuya poderosa asistencia y patrocinio dependen y han dependido siempre las mayores dichas de la Monarquía. Paréceme muy conveniente con repetidas cartas instar a todos los reyes y príncipes cristianos. Y muy en especial al Señor Emperador y al Rey Cristianísimo para que le ayuden y asistan a solicitar con la brevedad posible esta gracia de Su Santidad, de cuyo feliz logro no puedo menos de decir (con gran confianza en Dios) que me parece resultarían a Vuestra Majestad y a todos sus Dominios felicidades muy cumplidas, y la mayor de todas que María Ilustrísima sería la Medianera y Abogada para impetrar de su Omnipotente Hijo una dichosa sucesión a Vuestra Majestad con las demás prosperidades que pudiera esperar de tan Gran Señora” (10)


La Virgen de la Almudena adorada por Carlos II, María Luisa de Orleans y doña Mariana de Austria (h. 1679-1689). Museo de Historia de Madrid.

En septiembre de 1699 la Junta informaba al Rey de que la causa estaba muy adelantada, debiéndose mostrar constancia para culminar el empeño, “asegurándose que Su Divina Majestad corresponderá alcanzando de su Santísimo Hijo toda la salud de Vuestra Majestad”. En aquellos meses también se promovió el proceso de canonización de sor María Jesús de Ágreda, acción piadosa que se consideraba un nuevo servicio a la Virgen.


Fue desigual la respuesta de los príncipes de Europa a la llamada de un Rey que asociaba la definición dogmática del misterio de la Inmaculada con alcanzar el milagro de la sucesión. Las gestiones prosperaron con el Rey de Polonia y el emperador Leopoldo I, a quien se presentó la piadosa instancia como la renovación de la “continuada protección de la Reyna del Cielo” a los intereses de la Casa de Austria. En cambio, Luis XIV reaccionó de forma diversa. El Rey Cristianísimo había sido el fruto inesperado del matrimonio de Luis XIII y la infanta-reina Ana de Austria, después de dos décadas sin descendencia. El nacimiento de “Louis-Dieudonné” se asoció a la mediación de la Virgen (11). Tras conocer el embarazo de la Reina, Luis XIII agradeció el favor divino realizando un voto perpetuo de consagración del reino de Francia a la Virgen. Era manifiesta la “pietas mariana” de Luis XIV, expresada de forma pública en visitas regias a santuarios marianos como el de Contignac. Sin embargo, en noviembre de 1699 el Rey de Francia escribió a Carlos II en respuesta a sus instancias para que los monarcas católicos de Europa pidieran juntos en Roma la definición del misterio inmaculista: Luis XIV rememoraba su conocida devoción mariana, aunque consideraba que era a la Iglesia a la que le tocaba decidir. Teniendo presente la división entre teólogos en el seno de la Iglesia, quizás Dios deseaba mantener el misterio oculto a juicio del soberano galo. Por ello había decidido no aunar sus instancias a favor de la pía opinión, con el fin de no avivar disputas acabadas ni crear nuevas inquietudes en la Iglesia. En los últimos lustros de la centuria Luis XIV había amortiguado su defensa de las libertades galicanas y se presentaba como un Nuevo Constantino, capaz de expulsar a los súbditos hugonotes de Francia para rivalizar con el Emperador como cabeza del orbe católico, tras los éxitos imperiales frente a los turcos.


El rechazo de Luis XIV disipó las extendidas experanzas de logra la definición del misterio. En marzo de 1700 la Junta aconsejó al Rey que el nuevo embajador en Roma, el Duque de Uceda, renovase sus instancias a favor de la declaración del dogma, aunque sus miembros eran conscientes del revés que suponía el posicionamiento de Luis XIV (12). El deterioro de la salud de Carlos II coincidió con el progresivo olvido de la causa. En vida del Rey no se llegó a culminar aquel particular servicio a la Reina del Cielo y tampoco el monarca obtuvo la singular merced de asegurar la sucesión mediante el nacimiento de un hijo.


En su testamento, cuya versión definitiva rubricó el 2 de octubre de 1700, Carlos II no olvidó la devoción paterna ni propia a la Inmaculada. En la cláusula segunda el Rey mostraba su confianza en la Virgen como abogada de los pecados y medianera para obtener favor y gracia de la divinidad. Carlos II declaraba su devoción:


el soberano y extraordinario beneficio que recibió de la poderosa mano de Dios, preservándola de toda culpa en su Inmaculada Concepción, por cuya piedad he hecho con la Sede Apostólica todas las diligencias que he podido para que así lo declare, y en mis reinos he deseado y procurado la devoción de este misterio y en conformidad de lo que ordenó el Rey mi señor, mi padre, la he mandado llevar en mis estandartes reales como empresa; y en mis días no pudiere conseguir de la Sede Apostólica esta decisión ruego muy afectuosamente a los reyes que me sucedieren, que continúen las instancias que en mi nombre se hubieren hecho con grande aprieto hasta que lo alcancen de la Sede Apostólica” (13)


Este artículo del testamento de Carlos II era muy similar a la declaración inmaculista que incluyó su padre en sus últimas voluntades.


El príncipe que heredase la Monarquía de España no sólo debía mantener su planta de gobierno y sus constituciones, y preservar su unidad; además, era el depositario de la “pietas hispánica” y recibía un legado de devoción eucarística y de fe en el misterio de la Inmaculada. Tras la muerte del Rey, los clérigos del entorno de Carlos II recordaron a Felipe V esta obligación. En septiembre de 1702 Felipe de Torres escribió al Marqués de Ribas, secretario real:


Hallándose el Rey Nuestro Señor (que está en el cielo) en su última enfermedad, me mandó instado de una Sierva de Dios acordase a Su Majestad de cuando en cuando pidiese a Su Santidad declarase por artículo de fe el misterio de la purísima Concepción de la Virgen Santísima Nuestra Señora concebida sin mancha de pecado original en el primer instante de su ser natural (...) habiendo heredado el Rey Nuestro Señor (Dios le guarde) no sólo su Reino sino también la devoción a esta divina señora, haciéndola su Abogada de que tan buenos principios se han visto en sus victorias

Por ello concluía “que Su Majestad ejecute lo que no pudo continuar Su Majestad (que está en el cielo)” (14). Cuando Felipe V intentó impulsar la declaración del misterio en 1706 se encontró con dos obstáculos: por un lado, la Junta recordó al Rey que había sido su abuelo quien bloqueó la ofensiva inmaculista de 1699; por otro, el deterioro de las relaciones entre Felipe V y el Papado tras el hundimiento del partido borbónico en Italia convertía en inviables tales pretensiones (15).


Fuente principal:


* Álvarez-Ossorio Alvariño, Antonio: “La piedad de Carlos II” en Ribot, Luis (dir.): “Carlos II y su entorno cortesano”. CEEH, Madrid, 2009.


Notas:


(1) S. Stratton: “La inmaculada Concepción en el arte español”. Cuadernos de Arte e Iconografía, 1-2 (1988), pp. 3-128.


(2) Junto a las obras de franciscanos, se pueden destacar los tratados insmaculistas de los teólogos jesuitas, de los que se ofrece una detallada enumeración en J.E. de Uriarte: “Biblioteca de los jesuitas españoles que escribieron sobre la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora antes de la definición dogmática de este misterio”. Madrid, 1904.


(3) L. Frías: “Felipe III y la Inmaculada Concepción. Instancias a la Santa Sede por la definición del misterio”, Razón y Fe, 10 (1904), pp. 21-33, 145-156 y 293-308; y J.M. Pou y Martí: “Embajadas de Felipe III a Roma pidiendo la definición dela Inmaculada Concepción de María”. Archivo Ibero-Americano, 34 (1931), pp. 371-417 y 508-534, y 35 (1932), pp- 482-525.


(4) Sobre los milagros de la Inmaculada entre 1617 y 1618, los juramentos de las comunidades, la fundación y los primeros acuerdos adopatados por la Junta de la Inmaculada Concepción, véase Madrid (AHN), Consejos, libro 2.738, ff. 1-20. Véase además L. Frías: “Devoción de los reyes de España a la Inmaculada”. Razón y Fe 53 (1919), y J. Meseguer Fernández: “La Real Junta de la Inmaculada Concepción (1616-1817/20)”. Archivo Ibero-Americano 15 (1955), pp. 621-860.


(5) Sobre la “pietas mariana” como seña de identidad de la Casa de Austria, aunque limitado al culto a la Inmaculada de la rama vienesa, véase A. Coreth: “Pietas Austriaca. Österreische Frömmigkeit in Barock”. Múnich, 1982, pp. 45-61.


(6) Sobre las gestiones que se hicieron en Roma en nombre de Felipe IV para avanzar hacia la definición dogmática de la Purísima Concepción véase C. Abad: “Preparando la embajada concepcionista de 1656. Estudio sobre cartas inéditas a Felipe IV y Alejandro VII” y C. Gutiérrez: “España por el dogma de la Inmaculada. La embajada de Roma de 1659 y la bula Sollecitudo de Alejandro VII”.


(7) Con respecto a la imposición del elogio inmaculista en los reinos hispanos pese a la resistencias de los dominicos, véase N. de Estenaga y Echevarría: “El cardenal de Aragón (1626-1677). París, 1929.


(8) Carlos II al cardenal Portocarrero. Madrid, 9 de diciembre de 1695. AHN, Consejos, legajo 51.680.


(9) E. Zaragoza i Pascual: “Correspondencia epistolar entre el Cardenal Aguirre y el rey Carlos II sobre la definición dogmática de la Inmaculada Concepción y la causa de Sor María de Ágreda (1697-1699)”.


(10) Carlos II; Roma, 23 de febrero de 1698. AHN, Consejos, legajo 51.680.


(11) P. Burke: “La fabricación de Luis XIV” (1992). Madrid, 1995.


(12) La Junta a Carlos II. Madrid, 18 de marzo de 1700. AHN, Consejos, legajo 51.681.


(13) Testamento de Carlos II (1982), pp. 9 y 11.


(14) Felipe de Torres y Salazar al Marqués de Ribas. Madrid, 18 de septiembre de 1702. AHN, Consejos, legajo 51.681.


(15) M.A. Ochoa: “Embajadas rivales. La presencia diplomática de España en Italia durante la Guerra de Sucesión”. RAH, Madrid, 2002.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Las esculturas de don Juan José de Austria: el busto atribuido a Melchor Pérez en el Prado

1. Busto en bronce de don Juan José de Austria, obra de Juan Melchor Pérez y Giulio Mencaglia (h. 1648). Museo Nacional del Prado (Madrid).


Este busto en bronce de don Juan José de Austria, atribuido a Juan Melchor Pérez (1), fechado en 1648, y hoy presente en el Museo Nacional del Prado de Madrid representa al príncipe a tamaño natural vistiendo rica armadura y, sobre ella una valona de encaje; cruzando su pecho lleva banda de general bordada, anudada a su lado izquierdo y colgada del cuello por un cordón asoma el collar con la insignia que le identifica como caballero de San Juan de Jerusalén, de la que era Gran Prior para los Reinos de Castilla y León. En el centro del peto se ve, en relieve, la imagen de la Inmaculada Concepción, dogma mariano del que los miembros de la Casa de Austria eran grandes devotos y defensores.

La armadura que luce don Juan es la que figura entre las inventariadas en la Armería Real como “Arnes incompleto de infante del Rey Felipe IV” (2). Según el Catálogo de la Real Armería (1898), por una nota marginal del Inventario de la Armería de 1652, “todo este arnes se entregó a Don Juan José de Austria en 4 de junio de 1647” y fue uno de los cuatro regalados por la infanta Isabel Clara Eugenia, gobernadora de los Países Bajos, a su sobrino el Rey, que le había enviado desde Flandes en 1626. La fecha de 1647 coincide con la salida del joven don Juan José hacia Nápoles con el objetivo de luchar contra los rebeldes que habían alzado la ciudad en armas con el apoyo de Francia contra el Rey Católico, y en aquella campaña lo debió utilizar. Como modelo pudo utilizarse el retrato de don Juan de Austria a la edad de 19 años pintado en Nápoles por Ribera y conservado en la colección de Patrimonio Nacional. El estilo de este busto enlaza con los prototipos de retratos imperiales que, a partir del Renacimiento, se extendieron por todas las cortes europeas. Barrón (1908) publicó la firma y la fecha considerándolo un trabajo de gran ejecución y fundición esmerada. Serrano Fatigati (1909) recogió un inventario, fechado en 1824, de la Real Academia de San Fernando, en el que, como en el caso de otro busto del Duque Medina de las Torres, también en el Prado, se apuntaba por error la autoría a Pietro Tacca, muerto en 1640 y, por tanto, incapaz de haber realizado ningún busto de don Juan José de Austria, el cual fue reconocido como hijo por parte de Felipe IV en 1642. Estella y Dombrowski (3) sugieren que Melchor Pérez sea sólo el fundidor y que la obra fuera realizada por Giulio Mencaglia (Carrara, h. 1615 - Nápoles, 1649), a quien también atribuyen el busto de Medina de las Torres.


Notas:

(1) Juan Melchor Pérez estuvo activo en Nápoles entre 1640 y 1650. Únicamente se le conoce a través de los dos bustos firmados que se conservan en el Museo del Prado (el de don Juan y otro del Duque de Medina de las Torres) . Es muy posible que Pérez no sea el escultor, sino el fundidor de estas obras, un fundidor de origen español que, trabajando en Nápoles, habría tomado contacto con Giuliano Finelli y Giulio Mencaglia, los autores de estos bustos, con los que habría colaborado en otros retratos.

(2) V Conde de Valencia de don Juan: “Catálogo histórico-descriptivo de la Real Armería de Madrid”. Madrid, 1898.

(3) Dombrowski, Damian: “Giulliano Finelli. Bildhauer zwischen Neapel und Rom”. Fráncfort-Nueva York, P. Lang, 1997.

sábado, 12 de noviembre de 2011

La estatua de Felipe IV en la basílica de Santa Maria Maggiore de Roma (parte II y final)

1. Estatua de Felipe IV en el atrio de la basílica de Santa Maria Maggiore de Roma, obra de Girolamo Lucenti y Gianlorenzo Bernini (h. 1664-1692). Foto del autor.

El pro-español cardenal Astalli moría en diciembre de 1663, legando una considerable suma de dinero para la erección de la estatua de Felipe IV en el atrio de la Santa Maria Maggiore que en su día concibió Giulio Rospigliosi desde el capítulo de la basílica. La vinculación de Astalli a la Monarquía Hispánica era antigua y sólida. Felipe IV le había compensado por sus simpatías filoespañolas, nombrándole cardenal protector del Reino de Nápoles y de Sicilia y el 14 de julio de 1661, obispo de Catania (1). En 1663 Astalli había solicitado a Felipe IV que sus bienes y rentas del obispado de Catania no estuvieran sujetos a expolio y el Rey había dado la orden al virrey de Sicilia, Duque de Sermoneta, para impedir el embargo (2). El legado de Astalli fue determinante para volver a poner en marcha el proyecto de la estatua.

Si el cardenal Astalli fue clave por su aportación económica, no menos crucial fue el papel que el embajador Pedro Antonio de Aragón (1611-1690) tuvo en la historia de la estatua de Felipe IV. Pedro Antonio no fue el primer embajador español en querer responder a los intentos de Francia de extender la imagen de Luis XIV en la ciudad eterna. Ya su hermano Pascual de Aragón como cardenal nacional, y don Luis Ponce de León como embajador en Roma habían hecho lo propio durante la celebración de la fiesta por el nacimiento de Carlos II y con motivo de la Chinea de 1663. Ambos festejos sirvieron para exhibir retratos del Rey Católico, aunque con cierta moderación. En una ocasión, Pascual de Aragón expresó su opinión de que los franceses aventajaban a los españoles en su estrategia de representación pero desde Roma no hizo mucho por cambiar la situación:

Todos entienden asimismo esto, y que se ha padecido tanto descrédito quanto los Franceses se dexan entender bien, ni las representaciones de Vuestra Majestad les inmutan, ni obligan a minorar sus resoluciones, máxima con que le vi desde los principios” (3).

No se daban las circunstancias para que Pascual de Aragón cogiera el timón del proyecto de la estatua de Felipe IV y sólo a partir de la entrada en Roma de su hermano Pedro Antonio de Aragón y tras la firma de Tratado de Pisa en febrero de 1664 que acabó con las discordias entre Luis XIV y Alejandro VII, llegó la respuesta más contundente de la embajada española, terminando con la contención que la había caracterizado durante décadas. El cambio de rumbo lo fijó el proyecto de la estatua de Felipe IV en Santa Maria Maggiore.

A los pocos días de la llegada de Pedro Antonio de Aragón a Roma como nuevo embajador ante la Santa Sede en sustitución de su hermano Pascual, en junio de 1664, se formalizó el contrato con Girolamo Lucenti para la realización de la estatua de Felipe IV en Santa Maria Maggiore, cuya supervisión debía correr a cargo de Bernini, autor del dibujo preliminar del proyecto (imagen 2). No puede olvidarse que contemporáneamente Bernini estaba llevando a cabo las obras del Vaticano y que el proyecto de esta estatua bebió mucho del dibujo de la Scala regia que presentara al Papa en diciembre de 1662. Asimismo es necesario recordar que Bernini intervino también en el proyecto francés de Trinità dei Monti a pesar de que dicha vinculación sólo se conoció después de su muerte. El 16 de septiembre de 1664 Bernini fue de nuevo consultado por el capítulo de Santa Maria Maggiore acerca de la colocación de la estatua y no debe sorprender que eligiera el extremo derecho del atrio de acceso a la basílica, en una localización parecida a la que iba a tener el Constantino en San Pedro.

El protagonismo que Pedro Antonio de Aragón asumió en la ejecución del proyecto y su interés por la erección de la estatua, le llevó a incrementar sus visitas a Santa Maria Maggiore, incluso en ocasiones en las que no estaba prevista la presencia del embajador español en la basílica. Así en enero de 1665 Pedro Antonio acudió a la basílica con motivo de la festividad de San Ildefonso, arzobispo de Toledo (4), desde donde a continuación pasó a la iglesia de Santiago de los Esañoles, tradicional espacio de celebración de la fiesta. La presencia del embajador en Santa Maria Maggiore se esperaba exclusivamente el 8 de septiembre, día de la Natividad de la Virgen (5).

En enero de 1666 Bernini regresó de su viaje a Francia y el 14 de febrero el capítulo de Santa Maria Maggiore solicitó al embajador Pedro Antonio que tomara una decisión final sobre si la estatua de Felipe IV debía o no dorarse como especificaba el contrato. Bernini se había posicionado en contra del dorado y Pedro Antonio, que en un principio se había declarado partidario, se inclinó al final por seguir su consejo (6).


2. Dibujo de la estatua de Felipe IV (anterior a 1664), obra de Gianlorenzo Bernini.

El contrato de la escultura establecía al detalle la iconografía imperial elegida para la estatua de Felipe IV y en la que seguramente Pedro Antonio de Aragón tuvo mucho que ver. La lectura de una relación jurada realizada por Pedro Antonio en 1680 sobre las pinturas que adquirió en Italia permite entender mejor un momento clave de la historia de la estatua, el relativo a la elección de su iconografía. Esta fuente documental acerca definitivamente el proyecto de Felipe IV de Santa Maria Maggiore al de la estatua de Constantino en el Vaticano.

El Rey Católico a través de su embajador en Roma tenía muchas maneras de identificarse con la figura del emperador Constantino, por ejemplo desde el momento de su entrada triunfal en la ciudad. La procesión del embajador, a imitación de la que en 1536 hiciera Carlos V, se iniciaba en la puerta de San Juan de Letrán, primera basílica cristiana fundada por Constantino; trascurría por el Coliseo hasta llegar al Arco de Constantino; proseguía por el Campo Vaccino o foros imperiales donde de nuevo el embajador se dejaba ver junto a los restos de la basílica de Constantino o de Majencio. Pero ¿cómo se puede sostener que el embajador quisiera mostrar a Felipe IV como un nuevo Constantino en la estatua de Santa Maria Maggiore? La relación jurada de 1680 nos revela que Pedro Antonio encargó a su agente y gran bibliófilo, Nicolás Antonio, dos copias de los cuadros de Giulio Romano de las estancias de Rafael en el Vaticano:

Dos batallas yguales de quatro baras de largo y vara y media de alto, copia de Julio Romano, presentó a Su Excelencia Nicolás Antonio siendo agente del Rey en Roma y ahora es fiscal en el Consejo de Cruzada, la una es la batalla de Constantino y la otra de Magencio” (7).

La obra en cuestión que mandó copiar el embajador era la “Batalla de Constantino contra Majencio en el puente Milvio”, una representación de la victoria del cristianismo sobre el mundo pagano. La contemplación de esta obra en el momento además en que Bernini estaba realizando su estatua de Constantino en el Vaticano, llevaron al embajador a elegir una iconografía imperial para Felipe IV, inédita en las representaciones del monarca y que sólo se iba a repetir en sus exequias, celebradas en Santa Clara de Nápoles un año después. El Constantino del Vaticano representaba el momento de su visión milagrosa la víspera de la batalla. Alejandro VII quiso pues celebrar la conversión del emperador al cristianismo. El nuevo Constantino representado por Felipe IV y promovido por Pedro Antonio de Aragón en Santa Maria Maggiore evocaba en cambio al emperador ya cristiano, en la batalla del puente Milvio contra Majencio.

El proyecto de la estatua de Felipe IV se interrumpió tras la marcha de Pedro Antonio de Aragón a Nápoles en 1666 y hubo que esperar hasta 1692, durante la embajada del IX Duque de Medinaceli, para ver exhibida la obra, como reza la inscripción de la base de la escultura. Probablemente no se debiera a un desinterés del embajador por la estatua ya que tanto él como su hermano Pascual de Aragón, tras abandonar Roma, mostraron voluntad de conocer el estado de otras obras, iniciadas en Roma pero inacabadas, como las del altar de la iglesia de San Francesco di Paola. Más bien, habría que atribuirlo a una decisión papal sobre la inconveniencia de exhibir la estatua, como ya ocurriera con la escultura de Luis XIV en Trinità dei Monti.

El proyecto de la estatua de Felipe IV acabó prosperando pero también la iniciativa francesa culminó años más tarde. A pesar de la negativa de Alejandro VII al proyecto de Mazarino de 1660, el retrato ecuestre de Luis XIV, independiente de la escalera, siguió adelante. En diciembre de 1667, cuando Pedro Antonio de Aragón se encontraba ya en Nápoles, Colbert encargó a Bernini una estatua colosal de mármol de Luis XIV para la que aún no se había decidido la ubicación. Según un aviso de Roma, en verano de 1669 llegó a la ciudad el bloque de mármol para la estatua que debía ser colocada delante de Trinità dei Monti. Sin embargo, en 1671 aún no se conocía si el destino final de la estatua iba a ser el convento mínimo del Pincio o la ciudad de París (8).

El nombre de Bernini se cruzó, por tanto, en los tres proyectos, aunque con poca fortuna en todos los casos. El proyecto de Bernini para el Constantino del Vaticano fue muy criticado pues a pesar de existir imágenes en miniatura del emperador en medallas, su retrato en la basílica de San Juan de Letrán y el busto colosal del Campidoglio, Bernini no siguió ninguno de estos modelos. Para el retrato de Luis XIV en cambio sí trató de ser fiel a los rasgos del monarca, a tenor del boceto en terracota que aún existe de la escultura ecuestre en mármol, probablemente por una exigencia del encargo de la obra. Es conocida la mala aceptación de Luis XIV del retrato que le realizó Bernini (9), quien tampoco pudo ver en vida la estatua de Felipe IV exhibida.

Fuentes principales:

* Carrió-Ivernizzi, Diana: "La estatua de Felipe IV en Santa Maria Maggiore y la embajada romana de Pedro Antonio de Aragón (1664-1666)". Roma moderna e contemporanea, XV, 2007, pp. 255-270. Università Roma Tre-CROMA.

Notas:

(1) G. De Caro: Astalli, Camillo, en Dizionario Biografico degli Italiani, Roma, Istituto della Enciclopedia Italiana, vol. IV, 1962, pp. 453-454.

(2) Archivio Capitolino di Roma (ACR), Juan Cavallero, vol. 202, 21 octubre 1663: “que el cardenal Astalli le ha suplicado que en consideración de sus servicios, sea servido hacerle merced que pueda testar y disponer de los frutos y rentas de dicho obispado sin que estén sujetos a expolio”.

(3) AGS, E-R. 3036. Carta del 22 de julio de 1662.

(4) Archivio Segreto Vaticano (ASV), Avvisi, leg. 113, fol. 20, 31 de enero de 1665.

(5) AEESS, ms. 48, fol. 343: “El embajador tiene otras tres funciones publicas que hacer, el día de nuestra señora de septiembre que va a Santa María la Mayor y aquel cavildo y canonigos cantan una misa por la salud de su magestad y cassa real, lleva el embajador el mayor cortejo de carrozas que puede, se combida a todos los cardenales”.

(6) Según decreto del 14 de marzo del capítulo de Santa Maria Maggiore, según S.F. Ostrow, Gianlorenzo Bernini.

(7) Archivo Histórico de Protocolos De Madrid, leg. 10902, fols. 355-366. “Relación jurada de Pedro Antonio de Aragón de las pinturas que le donaron en Italia, ante el juez Pedro Gil de Alfaro”, firmada en Madrid el 27 de enero de 1680.

(8) R. Wittkower: “The Vicisitudes of a Dynastic Monument. Bernini’s Equestrian Statue of Louis XIV”, en De Artibus Opuscula XL: Essays in Honor of Erwin Panofsky, New York, New York University Press, 1961, pp. 497-531.

(9) Sobre este tema ver mi entrada: “Estatuaria carolina (IX): el Carlos II ecuestre atribuido a Bernini”.

martes, 8 de noviembre de 2011

Resumen del 350 aniversario de Carlos II


Aquí va el resumen de lo que fue la pasada jornada conmemorativa en honor del 350º aniversario de Carlos II. Todo un éxito gracias a vosotros, con entradas de todo genero, desde el arte o la política a la medicina o la inventiva. Estas son todas y cada una e vuestras entradas:



- Retablo de la vida antigua: Esto es nadar y a la orilla ahogar


- Valverde de Lucerna: Carlos II, un Rey débil


- Paseando por la Historia: "Si no parís, a París..."


- Desde la terraza: El testamento


- De reyes, dioses y héroes: Auto de Fe en tiempos de Carlos II



- Mis viajes por la historia: 350 aniversario del nacimiento de Carlos II





De nuevo GRACIAS A TODOS.


CAROLVS II

domingo, 6 de noviembre de 2011

350º aniversario de Carlos II: David perseguido y señor de dos mundos

1. Carlos II por Juan Carreño de Miranda (h. 1685). Museo Nacional del Prado.

Todo el reinado de Carlos II, desde su minoría de edad, constituye un período de notable efervescencia intelectual alrededor de la figura regia, la dinastía y el poder en sí mismo. La pasión por opinar, en influir, acerca del panorama político y, sobre todo, por vaticinar el futuro de la Monarquía de España, se explica por sí sola. Desde 1665, un Rey niño de salud débil, el deterioro de la situación castellana y de los otros grandes reinos de la Corona, y una adversa coyuntura internacional avivaron el debate político con manifestaciones de mayor o menos calado reflexivo, pero todas ligadas a la evolución de los acontecimientos que tenían lugar en Palacio y en los foros de gobierno. No es casual, por tanto, que abundaran las reediciones de libros de teoría política que habían tenido éxito en el pasado cercano y lejano, ya convertidos en clásicos. En esta época se volvió a leer a los defensores de la contrarreforma de finales del siglo XVI como Ribadeneyra, a la generación de tacitistas de tiempos de Felipe III precedidos por Álamos de Barrientos, a los reformistas de la época de Olivares y a los autores de la segunda parte del reinado de Felipe IV, con Saavedra Fajardo a la cabeza de la llamada generación de 1635 (1).

Este caudal de referencias anteriores se alternó con una abultada y constante producción contemporánea que tuvo que reinterpretar los grandes conceptos de filosofía política y profundizar en aquellas cuestiones apremiantes. Así, en el periodo de regencia, muchos textos se orientaron a preparar al monarca para la tarea de gobierno y se dio la curiosa situación de que, por primera vez en la etapa de la dinastía austriaca, la educación del príncipe estaba urgida por la necesidad de hacerlo cuando ya era rey de derecho. Todos los soportes capaces de transmitir ideas, exponer puntos de vista o atacar las posiciones de los adversarios se activaron con gran intensidad: la panfletística en verso y en prosa vivió una edad dorada, la pintura y más aún el grabado se comprometieron en el debate, la pintura creativa en general y en particular el teatro se hicieron vehículo de tesis que buscaban, también, aconsejar al Rey para afrontar los graves empeños que se vivían y se auguraban (2).

2. Anteportada de "Política real y sagrada" de Juan Vela (1675). Biblioteca Nacional de Madrid.

Era lógico que Carlos II fuera asimilado con un rey David perseguido, como hizo el dominico Antonio de Lorca (3). Aumentaba la singularidad del momento el hecho de que la lucha por el control de los resortes del poder se planteara de forma abierta entre la reina madre y sus favoritos, por un lado, y los Grandes de España y don Juan José de Austria, por otro, en medio de un confuso panorama institucional marcado por la rivalidad entre el diseño de gobierno legado por el testamento de Felipe IV y las pretensiones nobiliarias desde el Consejo de Estado. En consecuencia, los políticos exploraron, hasta el momento en que Carlos II fue proclamado mayor de edad, espacios nuevos. En realidad la fase de novedades no cesó en 1675, sino que los acontecimientos ocurridos después (valimiento de Fernando de Valenzuela, el golpe de estado de los Grandes que colocó al frente de la Monarquía a Juan José de Austria y la breve experiencia de éste en el poder) incrementaron aún más el volumen de una teoría política que trataba de explicar los giros, verdaderamente revolucionarios, que estaban teniendo lugar. En 1679, la firma de la Paz de Nimega, la muerte de don Juan y el primer matrimonio del Rey marcaron la adopción de un nuevo rumbo político. Dentro del debate de las ideas en torno al poder, estos acontecimientos y, sobre todo, lo que había sucedido en los quince años anteriores, constituyeron un punto de no retorno. Ya no iba a ser posible pensar en el trono y en el ejercicio del poder como antaño; habían pasado demasiadas cosas. ¿Cómo olvidar que había habido varios intentos violentos de forzar la voluntad del soberano y que, de hecho, se habían impuesto a Carlos II fórmulas políticas propiciadas por intereses de grupo?

La anteportada de la obra de Juan Vela “Política real y sagrada”, publicada en un año tan significativo como 1675 (año de la mayoría de edad de Carlos II), reúne todos los elementos que iban a centrar el debate ideológico-político en las postrimerías del siglo XVII (imagen 2). La abigarrada estampa está presidida por la corona real sobre un globo terráqueo, flanqueado por las columnas de Hércules, en las que se apoya: a la izquierda la Religión, con un pie que dice “A Religione”, y a la derecha la Prudencia, con la leyenda “Governatum in Prudentia”. Debajo, el cuerpo de la portada está escoltado por otras dos figuras: a la izquierda la Clemencia debajo del título “Robaratum in Clementia”, y a la derecha la Justicia, a la sombra de la frase “Et in Iustitia firmatum”. Y debajo de éstas figuran otras dos imágenes con sus cartelas: a la izquierda el “Timor Domini” y a la derecha la “Fortitudo”. Protegido y amparado por todas las alegorías, en el centro del grabado, aparece el lema “Lege et Rege”. En resumen, la portada condensa, gráfica y conceptualmente, una “política real y sagrada”, basada en las virtudes cristianas y política. De un lado y de arriba a abajo, el principio religioso, que da legitimidad al poder (“A Religione Imperium”) y se apoya sobre la clemencia y el temor a Dios. Del otro lado, el ejercicio del gobierno se funda sobre la prudencia (“Governatum in Prudentia”) y se apuntala con la justicia y la fortaleza. Estas dos columnas de virtudes, que reproducen el papel de las columnas de Hércules en el emblema superior de la columna sobre el orbe, protegen en el centro de la imagen los dos conceptos centrales, la Ley y el Rey.

3. "Omnibus gratus". Emblema grabado en "Cumpliendo años el rey nuestro señor Carlos II de Austria" (1687). Gabriel Agustín de Lara. Biblioteca Nacional de Madrid.

Si es interesante lo que aparece en la anteportada, no lo es menos lo que no aparece, como son símbolos heráldicos de la Casa de Austria y la misma efigie de Carlos II. Con todo ello, lo presente y lo ausente, pueden identificarse los elementos que, desde entonces, iban a capitalizar el debate intelectual en torno al poder. En principio, es muy revelador que la referencia al Rey no aparezca en solitario, sino junto con la Ley (“Lege et Rege”), pues inclina a pensar en una concepción del soberano que sólo cobra sentido con el respaldo legal. La ley se apunta, por consiguiente, como un elemento legitimador y, a la vez, como un límite de la autoridad regia. Esta interpretación se refuerza si se tiene en cuenta que la única alusión a la idea monárquica que figura en la estampa es la corona que señorea el globo terráqueo y nos sitúa ante una idea de la Monarquía en la cual el soberano y la dinastía se adivinan menos importantes que la propia institución monárquica como forma de Estado. Es en los laterales del grabado donde se acumula una mayor densidad iconográfica y tipográfica, aunque sea al servicio de un discurso menos novedoso: a la izquierda se ubica la definición cristiana de la autoridad y a la derecha la filosofía política del gobernante. Sin embargo, tomada la portada en conjunto en un magnífico testimonio de la época, evidencia de las preocupaciones que en ese momento acuciaban. Diez años después, con motivo del vigésimo cuarto cumpleaños del Rey, Gaspar Agustín de Lara ofreció a Carlos II una empresa que simbolizase su reinado (imagen 3). Una corona presidía una esfera con el número 24 y debajo de ésta aparecían dos globos, el de la izquierda celeste y el de la derecha terráqueo. El mote “Omnibus gratus” era traducido por Lara de la siguiente manera: “Quanto mi poder encierra/grato será a Cielo y Tierra”. He aquí expresada la idea de Carlos II señor de dos mundos, que gozó de amplia acogida y que aspiraba, en este caso, a sobreponerse a las incertidumbres que cada vez con más intensidad se estaban asociando a la imagen del monarca.

Fuente principal:

* Carrasco Martínez, Adolfo: “El príncipe deliberante abstracto. Debate político en torno al rey y la Monarquía de España (1680-1700)” en Ribot, Luis (dir.): “Carlos II y su entorno cortesano”. CEEH, 2009.

Notas:

(1) La generación de 1635 es un término acuñado por J.M. Jover Zamora: “1635. Historia de una polémica y semblanza de una generación”. Madrid, 1949.

(2) Sanz Ayán, Carmen: “Pedagogía de reyes: el teatro palaciego en el reinado de Carlos II”. Madrid, 2006.

(3) De Lorca, Antonio: “David perseguido. Tercera parte istórica, moral y política”. Madrid, 1675.