miércoles, 10 de junio de 2015

Carlos II y el dogma de la Inmaculada Concepción (Parte I)

Fig. 1. Inmaculada de El Escorial, obra de Bartolomé Esteban Murillo (h. 1660/1665). Museo del Prado de Madrid.

El culto a la Inmaculada Concepción pone de relieve la proyección de antiguas devociones populares en la Corte regia. Era una opinión originada en la Iglesia griega que comenzó a arraigar en la Cristiandad occidental en el siglo XIII. La posición maculista de Santo Tomás de Aquino vinculó a los dominicos a la postura adversa a la pía opinión. La pugna entre dominicos y franciscanos sobre esta cuestión se agudizó a partir del siglo XIV. En los reinos españoles la devoción se extendió en la Iglesia y entre los reyes a partir del siglo XIV. Carlos I y Felipe II evitaron pronunciarse expresamente sobre esta controversia, aunque defendieran los planteamientos lulistas a favor de la Inmaculada. Durante los últimos años del reinado de Felipe III la piadosa opinión se convirtió en asunto primordial en la Corte, desbordando su dimensión teológica para adentrarse en la pugna de facciones políticas.

El origen de este contagio a la Corte de fervor inmaculista se encontraba en Sevilla, cuyo Arzobispo, Pedro de Castro y Quiñones, protegió a partir de 1615 las iniciativas de franciscanos y jesuitas para promover la definición dogmática en Roma. Desde 1615 en Sevilla aparecieron numerosas obras teológicas a favor de la pía opinión, con el amparo de aristócratas como los Duques de Béjar y Medina Sidonia. De este modo, el clero hispalense asumió un papel protagonista en la defensa y difusión de cultos en la Monarquía de España, al igual que ocurrió después con la imagen de Fernando III el Santo (canonizado en 1671). En 1617 numerosas universidades españolas formularon el juramento inmaculista. La Corte regia acogió y potenció las iniciativas a favor de la pía opinión. Las mujeres de la familia real desempeñaron una labor determinante en la promoción del misterio mariano, desde la reina Margarita de Austria, mujer de Felipe III, tan afecta a esta devoción, hasta sor Margarita de la Cruz, hija del emperador Maximiliano II y la infanta-emperatriz María de Austria, profesa en las Descalzas Reales.

Una oleada de fervor inmaculista se extendió a los reinos españoles durante años, con la entusiasta participación de ciudades y nobleza, reflejada en numerosas publicaciones a favor de la pía opinión. En el culto a la Inmaculada confluyeron la devoción popular con los credos promovidos de forma consciente y sistemática por la Corte regia. A principios de 1616, a instancias de los predicadores jesuitas y franciscanos, Felipe III había dispuesto la creación de una Junta de la Inmaculada Concepción, encargada de facilitar la declaración dogmática del misterio en Roma y, mientras tanto, de promover la expansión del culto por los reinos de la Monarquía, dificultando los posicionamientos teológicos adversos. En la devoción a la Inmaculada se mezclaban cuestiones de política territorial, como el deseo de que la Virgen protegiese ante la Corte celestial la unidad de la Monarquía de España, con comportamientos dinásticos. Durante los siglos XVI y XVII en el proceso de configuración de unas señas de identidad propias, la Casa de Austria dedicó una particular énfasis a la "pietas mariana" como uno de los fundamentos de la "pietas austriaca", verdadero pilar de la legitimización socio-política de la dinastía tanto en Madrid como en Viena.

Durante el prolongado reinado de Felipe IV prosiguieron las gestiones en Roma a favor de la Inmaculada. Con todo, sólo en la última década del reinado el monarca se aplicó a fondo a promover en los reinos españoles la adhesión a la pía opinión. En un complejo contexto de pugnas entre órdenes religiosas con implicaciones en la competencia entre grupos de poder en la Corte, el soberano impuso el elogio inmaculista, lo que provocó un conflicto abierto con los dominicos. La política de autoridad y de hechos consumados impulsada por el Rey en cuestiones espirituales alcanzó unas cotas de intensidad poco acostumbradas. En el entorno del soberano se asociaba la lid por la Inmaculada con la garantía de la sucesión a la Corona y la conservación de la unidad de la Monarquía, implicada en aquellos años en las campañas para la recuperación de Portugal. Para apaciguar la ira de Dios por los pecados privados del Rey Planeta y públicos de sus súbditos, Felipe IV intentó conseguir la mediación de la Virgen como su "abogada" ante la Corte celestial, promoviendo "vivamente" ante la Sede Apostólica la definición del dogma de la Inmaculada Concepción.

CONTINUARÁ...

Fuentes:

* Álvarez-Ossorio Alavariño, Antonio: "La piedad de Carlos II" en Ribot, Luis (dir.) "Carlos II. El rey y su entorno cortesano". CEEH, 2009.

4 comentarios:

  1. Felipe IV, atento siempre a su "promoción" ultraterrena, hacía bueno el dicho aquel de "a Dios rogando y con el mazo dando".
    Un saludo.

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  2. Sin duda tratas sobre el tema religioso con mayor calado del siglo XVII por cuanto que fue un empeño dogmático promovido por la Iglesia y la Monarquía Hipánica. Un ejemplo del apoyo de la aristocracia española al dogma de la Inmaculada lo tenemos en el convento de Agustinas de Salamanca, promovido por los condes de Monterrey, pertenecientes a la Casa de Zúñiga. Su altar está presidido por la magnífica Inmaculada de José de Ribera. Por cierto, hace poco salió publicado un artículo mío sobre el bejarano Bernardo Ordóñez de Lara, superintendente de las obras del convento, del cual escribiré unas entradas de resumen en el blog para difundir su figura.
    Un beso

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  3. España siempre ha sido de un ferviente marianismo. Lo del dogma de fe es otra cosa. He visto la Inmaculada de la que habla Carmen, es una maravilla.
    Un saludo.

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  4. http://www.hispanidad.com/noticia.aspx?ID=20349
    Inmaculada Concepción: la batalla que perdió Felipe

    Durante su estancia en el Palacio de La Moncloa, Felipe González le ganó muchas batallas a la Iglesia pero perdió la de la Festividad de la Inmaculada Concepción.

    Consiguió, por ejemplo, por medio de normas propias o con la ayuda de las autonomías gobernadas por el PSOE y por la inopia habitual del Partido Popular y su empeño en centro-reformista, convertir a San José en día laboral, y al patrón de España, Santiago Apóstol. Consiguió que el Jueves Santo se convirtiera en un día laboral y, apoyado por el ambiente dominante, otras fiestas como el Corpus se trasladaron al domingo. Incluso hubo un intento de terminar con la Festividad de los Reyes Magos, pero ahí el comercio puso el grito en el Cielo. Algo similar a la presión permanente para cambiar la Fiesta Nacional del 12 de octubre al precitado 6 de diciembre. ¿Por qué? Porque el 12 de octubre nació para festejar al Virgen del Pilar, primera patrona de la hispanidad. Y claro, eso no puede ser. Contra la festividad de la Inmaculada, 8 de diciembre, se arguyó todo, especialmente su cercanía con al aniversario de la aprobación en referéndum de la Constitución Española, dos días antes. Sin embargo, el pueblo que 500 años antes del dogma ya festejaba la Concepción sin mancha de Santa María, y corría a boinazos a los teólogos que osaban negarlo (el genial Vittorio Messori ha narrado esta jugosa historia con pelos y señales), se negó en redondo, y González tuvo que dar marcha atrás ante la más que previsible pérdida de votos que podría acarrearle.
    La Inmaculada Concepción es, por decirlo pronto, el dogma español, repugnante nacionalismo teológico que sólo debe ser considerado en sentido figurado. Juan Pablo II siempre se refería a España como “la tierra de María” y ni Felipe González ni nadie ha logrado borrar ese amor por Santa María, amor recio, de los españoles, que con la lógica afilada del Quijote y el sentido común de Sancho, concluyen que la madre de Dios no podía haber venir al mundo con el pecado original que a todos nos atenaza y que hoy llamaríamos “tendencia a fastidiar”.
    Toda una derrota del poderoso y astuto Felipe González, que, sin duda, algo quiere decir.
    Eulogio López

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