domingo, 1 de diciembre de 2019

Vida del último Almirante de Castilla (PARTE VI)


1. Alegoría del matrimonio entre Carlos II y Mariana de Neoburgo. Anónimo (h. 1690). Stadtmuseum Landeshauptstadt Düsseldorf.


De vuelta en la Corte, don Juan Tomás Enríquez de Cabrera fue una figura destacada en los actos fúnebres celebrados el 12 de febrero de 1689 en honor de la reina María Luisa de Orleans, y poco a poco fue convirtiéndose en una figura destacada en el círculo decisorio de la Monarquía. En las instrucciones de Luis XIV a su nuevo embajador le encargaba insinuarse a Melgar ya "que era uno de los que gozaban de más crédito en la Corte". Melgar pronto se convirtió en hombre de confianza de la nueva reina Mariana de Neoburgo, quien gozaba de un enorme ascendiente sobre el Rey. Así, Melgar comenzó a formar parte de las intrigas palaciegas, siendo la principal aquella que llevó a la caída del gobierno del Conde de Oropesa el 24 de junio de 1691, para ser dos días después nombrado por Real Decreto consejero de Estado (26 de junio). Esto constituyó una caso excepcional ya que padre (el Almirante) e hijo (el Conde de Melgar) fueron consejeros al mismo tiempo, no obstante esta situación duró poco porque don Juan Gaspar fallecía poco después, el 25 de septiembre. Carlos II por cédula dada en El Retiro el 22 de octubre concedió entonces a don Juan Tomás el oficio de Almirante de Castilla con las mismas calidades y prerrogativas por toda su vida, con voz y voto en la venticuatría de Sevilla, anejo a dicho oficio. Por otra parte, se declaraba consumido el Almirantazgo de Granada como se hizo con su padre, pero conservaba los derechos de los demás oficios. Además, heredaba de su padre el Ducado de Medina de Rioseco (VII) con sus condados, señoríos, juros y rentas vinculadas, siéndole además concedida la encomienda de Piedrabuena de la Orden de Alcántara que había disfrutado su padre y que rentaba 91.870 reales al año.

El nuevo título de Almirante acrecentó la posición, el prestigio y la riqueza de don Juan Tomás en un momento clave en el que el problema sucesorio comenzaba a mostrarse en toda su gravedad. Tras la caída de Oropesa, la Península se dividió entre cuatro Lugartenientes Generales para una mejor administración: el Duque de Montalto a cargo de Castilla la Nueva, el Condestable de Castilla a cargo de Castilla la Vieja, al Almirante le tocaba Andalucía y Canarias, y al Conde de Monterrey la Corona de Aragón; pero como éste declinó el cargo por problemas de salud, se modificó la división en tres partes, correspondiendo al nuevo Almirante la que comprendía Andalucía, Extremadura, Canarias y el Norte de África. La autoridad de estos tres hombres se declaró superior a la de los Tribunales y Consejos y a la de los virreyes. Tenían la calidad de Tenientes Generales del Rey y se preveía, con el fin de armonizar sus funciones, que se reunieran dos veces por semana.

En la reuniones de Tenientes y en las del Consejo de Estado presididas por el Rey, don Juan Tomás fue mostrando sus conocimientos y dotes oratorias que le hacían superior a sus colegas, incluso al que se consideraba el nombre más destacado, el Duque de Montalto, favorito de Carlor II. Baste como ejemplo su voto del 20 de enero de 1694:

"Lo que V.M. mandó el 11 de noviembre fue tener presente la relazión de lo sucedido en Europa desde que el rey rompió la tregua considerando que el rey Guillermo de cuyas armas nos hemos valido para detener el ímpetu de la Francia no habrá podido hacer más de lo que hizo aunque al mismo tiempo se puede recelar que por sus ocultas máximas que son comprehensibles no aya obrado más dando a entender con mayor claridad lo que ha pasado este año con sus armas marítimas que el Sr. Emperador yendo con tanta felicidad hasta ahora estas conquistas del turco ha tenido el contratiempo de Belgrado".

Tanto en las relaciones de los embajadores venecianos como franceses, se consideraba al Almirante "el más hábil, el más fino, el más político de los del Consejo". No obstante a raíz de su ascenso político en la Corte los enemigos aumentaron y comenzaron a circular libelos injuriosos con la clara intencionalidad de minar su ascendiente.

En lo relativo a las cuestiones de paz y a la sucesión de la Monarquía don Juan Tomás se mostraba partidario de tratar de evitar, hasta que fuera forzoso, hacer ningún tipo de declaración pero dejando clara su oposición a cualquier tipo de entendimiento con Francia. Por otra parte, su cercanía a la Reina y la defensa que hizo de su camarilla ante el Consejo frente a las acusaciones del Cardenal Portocarrero le acabaron valiendo su designación como Caballerizo Mayor del Rey el 9 de enero de 1695 por influencia de la misma.

A pesar de todo, los excesos cometidos por la camarilla de la reina Mariana de Neoburgo hicieron que el Secretario del Despacho Universal, don Alonso Carnero, sugiriera al Rey que fuera a Zaragoza "publicando que iba a defender Cataluña...y que desde allí mandase orden de sacar de los Reinos a esas sabandijas". La respuesta que obtuvo fue su propia sustitución siendo remplazado por Juan Larrea, por influencia del Almirante quien con paciencia y cautela iba rodeando a Carlos II de hechuras suyas. El confesor del Rey, fray Pedro Matilla, protestó por la destitución de Carnero y Carlos II buscó una solución al conflicto pidiendo al secretario Wiser que dejara la Corte. El Almirante lo despidió con el regalo de dos "hermosos caballos" para el viaje que iniciaba hacia Parma, junto a la hermana de la Reina, la duquesa Dorotea Sofía.

Algunos meses después, en diciembre, el Almirante consiguió restituir en su Archidiócesis al Arzobispo de Zaragoza y colocar en el Gobierno del Consejo de Castilla a don Antonio Argüelles. Una vez obtenido el favor del Rey, mediante la intermediación de la Reina, don Juan Tomás se impuso a todos y según los venecianos Venier y Mocenigo, gobernó, manejó y dispuso, no teniendo competencia en su nivel ni en otro superior si se da crédito a la voz popular. Según Luis Ribot: "A mediados de 1695, al menos, el Almirante parecía ser el hombre más poderoso en los círculos políticos de la Corte". El embajador Venier (1695-1698) dice que formó su partido y que eran criaturas del Almirante varios personajes. Sin embargo Portocarrero, en un papel que escribió en la época, decía que él estaba como Caballerizo Mayor porque ellos lo habían conducido a ese lugar para usarlo en su beneficio.

Es difícil determinar en qué medida usó a sus relaciones o fue usado por su entorno. Lo que se puede comprobar es que, al comienzo de 1695, el Almirante había reunido en su persona los siguientes oficios: 1. Teniente General de las Andalucías y posesiones de África; 2. Consejero de Estado, calificado como apto para estudiar y entender como ponente en los asuntos más arduos de la política exterior; 3. Caballerizo Mayor, asistiendo al Rey en el desempeño de sus funciones, extensivas a los actos de decoro y ostentación pública de la Corte y a los de solaz y diversión del monarca, que requerían asidua presencia en Palacio.

Los cargos que disfrutaba le permitieron estar cerca del Rey, ambición imprescindible para todo cortesano que tuviera aspiraciones de poder. Esta proximidad le ofreció la capacidad de hablar con él de situaciones cotidianas y de darle su parecer acerca de aquellas que le preocuparan. El hecho de que pudiera despachar a su voluntad, colocó al Almirante en una situación privilegiada que no podían explicar muchos observadores aunque estuvieran acostumbrados a emitir juicios sobre los sucesos y los actores de la Corte. El embajador Venier escribía al Senado:

"El Almirante, aparentando siempre no querer disponer de nada, todo lo determina como si fuera Primer Ministro, teniendo a su dependencia Ministros, Virreyes, Embajadores, y el caso es que el Rey despacha con consulta suya los negocios más graves, por la estimación en que tiene a su capacidad. Con este proceder tiende  dos fines: mantener su superioridad y esquivar las imputaciones de malos sucesos. Va por su camino y con sagacísimo genio y superior disimulo (que se adjudica a su aprendizaje italiano de las artes de Maquiavelo) si no a todos engaña, engaña a muchos, o al menos parecen engañados los que por necesidad tienen que estarle sometidos".

En las instrucciones al embajador francés se aseguraba que "Ha sido elevado a la autoridad de Primer Ministro aunque sin título y sin ejercer todas las funciones". Esta situación hacía difícil a los contemporáneos encontrar semejanzas entre su posición y la de los privados de los anteriores Reyes. El Almirante disponía de poder, pero no se atrevía a asumirlo abiertamente pues aunque tenía el apoyo de la Reina, no desconocía por referencias a su aliada la Condesa de Berlips, la fragilidad de esta relación debido a la facilidad con que Mariana de Neoburgo cancelaba favores y beneficios ante la menor diferencia o resistencia a cumplir sus deseos. Evidentemente él quería tener su propio campo de decisiones, tenía un proyecto la lograr poder e influencia y no aceptaba pasar de un terreno en el que podía aceptar ciertas concesiones, a la sumisión sin reservas para convertirse en mero instrumento de una camarilla.

CONTINUARÁ...


Fuentes:

González Mezquita, María Luz: "Oposición y disidencia en la Guerra de Sucesión. El Almirante de Castilla". Junta de Castilla y León, 2007.

León Sánz, Virginia: "El fin del Almirantazgo de Castilla: Don Juan Tomás Enríquez de Cabrera". Cuadernos monográficos del Instituto de Historia y Cultura Naval, Nº 42. Madrid, 2003.






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